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EL SALTO DE LA MENTE

Por Antonio Carranza


Siempre se ha tratado la mente desde aspectos diferentes, clasificaciones diversas destinadas a acercarnos a su complejo mecanismo. Aquí vamos a partir de un estudio muy simple que dividiría la forma de procesar los pensamientos y las ideas según tres ángulos concretos:


—Mente sensorial (sujeta a los estímulos ordinarios).

—Mente discursiva (aquélla que indaga y persigue el entendimiento).

—Mente lúcida (capaz de discernir y obtener una perspectiva amplia de la realidad).


Desde la mente sensorial los actos e impulsos no alcanzan un norte definido, ya que se ven impelidos por el instinto primario. Podríamos decir que la emoción prima en los acontecimientos, que se explican y traducen muy dependientes de la sensación. El sujeto instintivo se hace errático y un tanto disperso. No vive para aprender o evolucionar, sino para sentir. El marco de la emoción se anima en un mundo sensorial cuya importancia principal es el placer; y educados así, rechazaremos de plano todo lo que nos moleste e interpretaremos lo que nos pasa según la compulsión visceral, que se manifiesta en ocasiones al margen de la reflexión.

Una salvaje mediocridad y una áspera impaciencia hacen que la persona común de nuestro tiempo condicione el pensamiento básicamente al fruto de sus estímulos. Así te estimulas, así interpretas; así interpretas, así reaccionas. El mundo se convierte en una feria grotesca donde se comercia en base a los estímulos que hacen más prosaico el cerebro. Sucede principalmente debido a la demanda de la mente sensorial, un hábito que nos hará endebles e inclinará al ser humano a la fascinación. Por doquier se ofrece una fracción del bienestar, como un caramelo envuelto en el celofán del encantamiento. En la psique se expande el fetichismo, y el sujeto común será manipulado por voluntades oscuras y por charlatanes de todo tipo que usan la angustia y la ansiedad humana en favor de esta degradación.

La mente sensorial suele rechazar elecciones intelectuales porque no alcanza la capacidad de indagar y, diríamos, apreciar la sutilidad de la vida. La religión, la filosofía, la metafísica, la misma ciencia y el arte sucumben a la superstición; y si prestamos una mínima atención, podremos observar que los medios de comunicación y la sociedad consumista usan la mediocridad personal de forma difusa, en ocasiones creando más arbitrariedad. Todo vale, con tal pueda satisfacer el espejismo y el obtuso capricho.

Desde este aspecto primario, cuando la antena de la amígdala percibe el estímulo, la reacción se produce de forma automática en el cerebro. «¡Qué calor! ¡Qué miedo! ¡Peligro! ¡Qué gusto…! ¡Déjame en paz!» La vida se convierte en una continua campana de Pávlov, ya que suena de continuo para que el sujeto asocie según la coordenada estímulo–respuesta. La impresión, condicionada por el apremio del estímulo, produce una respuesta condicionada, sin que la persona haya podido desarrollar una capacidad consciente que filtre, por decir así, la provocación.

El pensamiento y la palabra quedan sujetos al impacto que seduce al sentido, por lo que reaccionará sin capacidad de transformar la impresión. En consecuencia, no tomará conciencia de aquello que le propone la situación. La mente sensorial no podrá preguntarse: ¿qué tengo que aprender de esto que me pasa? Tampoco elegirá la calma y la serenidad ante una situación desagradable. Diríamos que no es capaz de entender el lenguaje de la vida, ya que la reacción ejerce una función excesiva en el comportamiento.

La inflexión de la molestia-queja y del contento-euforia se hace muy vivo. Esto, como es fácil deducir, debilita la entereza personal y genera enfermedad en todos los campos. Cuando no aparece lo que se espera, el pálpito reacciona con incomodidad; cuando nos sentimos a gusto, la emoción se encabrita. Las situaciones pues no se respiran con la adecuada ponderación y sensibilidad. Como es natural, el sujeto buscará de forma automática aliados para alentar su estado emotivo. Quiero decir que si se encuentra triste necesitará volcar su estado emocional en personas que puedan recibir su queja y desahogo; y si se encuentra radiante, le estimulará compartir su alegría con los demás. La desproporción sucede cuando el hábito se manifiesta compulsivo y carente.

Desde la mente sensorial el sujeto se hace sensiblero. De forma mimética pondrá en su perfil personal la foto de su hijo o nieto, mantendrá el salón de su casa repleto de fotos familiares, o bien el tema de la conversación girará en torno a un automatismo emocional, sin darse cuenta de la proyección de su Yo hacia aquello que depende. Tendrá muy en cuenta su propia imagen o la de los demás, por lo que se inclinará a la susceptibilidad. Esta tendencia puede hacer que elija no ser natural, que necesite usar fetiches de todo tipo para revestir su propia estima. ¿En qué medida la tendencia hacia los piercings y tatuajes, hacia los afeites y maquillajes de todo tipo que se emplean en la actualidad ponen en evidencia el síntoma adolescente de un Yo débil y desprotegido? Muchos dirán que es una simple elección estética, mas el inconsciente de algunos sujetos podrá declarar de forma indudable la carencia que subyace en la elección.

Asimismo, tenderá a justificar fácilmente sus equívocos y carencias: «Yo soy así, ¡qué le vamos a hacer…!» Mientras que, por el contrario, dará un excesivo peso a los dilemas: «¡Qué pena! ¡Qué ingrata es la vida! ¡Cuánta lucha tengo que soportar!» En consecuencia, los tres pilares que sustentan al «Ego», a saber: el apego, el miedo y el auto-engaño, engordarán en la psique y debilitarán al alma, sin que el individuo pueda plantearse atenderlos y transformarlos. Diremos que cuanto más instintivos y mecánicos, más débiles e inconscientes somos.

Aquellos que les gobierna una mente sensorial se inclinarán hacia el egocentrismo y se afectarán fácilmente, ya que valorarán según sus propias sensaciones vitales. Interpretan y juzgan a tenor de lo que han sentido o experimentado, y les cuesta sobremanera abrir la mente a posibilidades distintas según la forma de ser de otras personas. Por tanto, aquello que sucede ahí afuera con un timbre diferente al propio, será prontamente prejuzgado y rechazado. Este tipo de personas caen a menudo en la justificación de sus propios equívocos y defectos, pues no estarán dispuestas a reconocerlos ante los demás. Me parece verdaderamente significativo observar que muchos alumnos de nuestro Instituto no eligen las terapias de grupo porque en ellas se sienten desnudos ante los compañeros. Como es natural, no las valoran adecuadamente, ya que es precisamente ese despojo del Yo, la simple humildad que nos lleva a reconocer sin tapujos, lo que en verdad ayuda a la transformación.

En consecuencia, no tendrán capacidad de desnudez y sacrificio; es más, entenderán que no han venido a la vida a sacrificar nada, porque el sacrificio lo concebirán como desconsuelo y desolación. Si la vida proporciona diferentes coyunturas donde las crisis nos sacuden con el firme propósito de superarnos y aprender, el sujeto regido por la mente sensorial las despreciará y evitará. Rechazará por tanto el gimnasio psicológico que presupone la relación con personas contrarias a su forma de ser y de pensar.

Desde el punto de vista hindú, los sujetos que se inclinan hacia la mente sensorial tenderán al tipo de alimentos denominados rajásicos. Como indico en mi anterior tratado «El humus humano», «la Guna Rajas nos remite a la emoción, como el gran vehículo que ha de utilizar el alma humana para su desarrollo. La persona buscará así estímulos con los que avivar su inclinación pasional… Alimentos que mantienen gran cantidad de condimentos, favoreciendo los estados pasionales y afectando de forma determinante al centro emocional, tales como los picantes, los ácidos y amargos, y también los que son aderezados con gran contenido de sales o azúcares… Se inclinarán a todo tipo de sustancias estimulantes, como el café, el chocolate…» y valorarán como preferente el desahogo emotivo, en el baile y en tipos de músicas exaltadas, como en el intercambio de afectos entusiastas.

Asimismo, la debilidad emotiva le llevará a HUIR. La huida se podrá expresar en todos los campos, mental, anímico, vital y físico, ya que la debilidad del sujeto le impedirá afrontar aquello que supone un cierto riesgo para su menoscabado Yo.

La mente discursiva no ha dejado de buscar una meridiana certidumbre. Se certifica en las ideas y consideraciones que almacena el inconsciente, muy condicionado por el sistema de creencias adquirido. El ser humano común es educado para pensar y creer según lo que pueda alentar al ciudadano-tipo, muy dependiente a las quimeras arbitrarias que alienta lo social.

El amor, la amistad, la solidaridad, la espiritualidad, la familia, la política, el mismo concepto de la salud, se han convertido en paradigmas en los que involucrar el criterio, el juicio de valor que hacemos sobre el asunto, mas no la penetración anímica que lo sustenta. En este sentido, intercambiamos por doquier distintas formas de interpretar la vida, sin entender que son señuelos para un Yo carente que necesita argumentar para ser.

Estas costumbres, sean presenciales o bien virtuales, se convierten en un mítico hechizo que a muchos consuela, más no vivifica, ni termina siendo útil para el alma humana. Nos encantará argumentar y exponer nuestros puntos de vista, y en la postura exterior que usa el personaje ante los demás pondremos en evidencia la ortopedia mental donde se apoya nuestro desvalido Yo.

En consecuencia, no se apreciará la luz de lo simple, la inmediatez como valor sustancial fuera de la idea, sino que el sujeto usará sus divagaciones según empuje en el subconsciente las propias creencias aprendidas. Abstraídos en ese bálsamo del ensueño y del ideal, la mente cría puntos de vista y remedios que terminan siendo una cataplasma psíquica para la persona. La mente se hace mecánica, y en esta incitación, o bien elegirá el deterioro, cuando descalifica o niega según empuja lo que rechaza, o bien tenderá a la legitimación, cuando se proclama de forma contundente lo que se entiende como verdad. Por tanto, no podrá obtener una apreciación clara de la realidad.

Si una persona tiende a rechazar lo que su «Ego» experimenta como contrario, se verá sumido en el desamor. No escuchará y no será proclive a aprender de lo que le llega a la vida como diferente. Asimismo, si necesita consolidar su relativa verdad ante los demás, el sujeto se bañará de una energía prepotente y díscola que lo llevará al arrebato. La discusión es la respuesta del ignorante. Lo es porque se estanca en su propio ombligo intelectual, sin alcanzar capacidad de discernimiento y concordancia.

La justificación mental suele convertirse en la rémora más obtusa para la conciencia. Por tanto, el individuo que suele justificar sus desaciertos como sus juicios negativos, no podrá abrir la mente a la salud. Sufre, reacciona, se defiende, y alienta desde el orgullo o bien desde la soberbia su campo de dolor: «¡Sabré yo de esto o aquello…! ¡No llevas razón; qué sabrás tú de….! ¡Si hubieras vivido lo que yo!»

De esta manera el humano común argumenta sin ton ni son…. y si prestáramos atención al discurso, podríamos observar cómo descalifica, se defiende y patrocina lo que va a favor del espejismo. Desde su particular postura mental eludirá reflexiones y evidencias que puedan poner en tela de juicio al Yo. Esto es así porque se tiende a justificar las creencias y apoyos psicológicos, que en ocasiones se convierten en narcóticos destinados a mitigar el peso de la existencia. Aparece un hábito malsano: el de tomarse de forma personal las observaciones ajenas. Una reflexión que pretende ser constructiva deja de serlo, por el simple hecho de que el individuo la recibe como provocación u ofensa. En definitiva, las ideas se convierten en instrumentos de ataque y defensa, para un sujeto que se identifica demasiado con ellas.

Cuanta más debilidad personal, más peso emocional; y cuanto más peso tenga que soportar el alma, más necesitaremos el narcótico. De esta forma el entendimiento se empobrece y la angustia vital aumenta. Si desde el pasado empujan experiencias en donde el Yo se ha sentido menoscabado, sacudidas desafortunadas en relación a los demás, el sujeto adquiere el mimetismo de reafirmar de forma contundente su consideración. Es significativo observar cómo muchas personas en su forma de manifestarse están inconscientemente reclamando una aprobación de su padre, o bien el afecto de su madre. Son patrones que, al haber supuesto una cierta frustración en la infancia, llevarán a la persona a vindicarse de forma mecánica (si la carencia es paterna) o bien a reclamar cariño (si la condición es materna).

Querremos comprender, hacer saludables nuestras relaciones, pero sin renunciar a esos clichés mentales que han servido de ortopedias a nuestro Yo. Y aquí puede aparecer una contradicción: aquel entendimiento mediante el cual el individuo aprecia lo que le daña, lo inconveniente de sí mismo, al tropezar con el empuje que ejerce la ortopedia mental. Desde el punto de vista psicológico, nos parece importante ayudar a los pacientes, cuando se requiere, a clarificar el contrasentido. Esto es así porque la mayoría de las personas no comprenden que una zona rebelde de ellos mismos no está dispuesta a soltar el hábito discursivo donde el Yo más y más se protege. ¿Amor propio, orgullo, soberbia? Nos preguntamos: ¿en qué medida proteger los estandartes psicológicos que de continuo considera el Yo daña al alma humana?

Surgen resguardos reveladores: «¡qué difícil es ser consecuente…!» que es como asegurar que un aspecto de la psique no está dispuesto a serlo. «Nadie es perfecto… me he de permitir mis defectos y limitaciones», que es como poner en evidencia que somos permisivos con nosotros mismos y no elegimos la integridad. Lo significativo del caso es que la mayoría tiene una manga muy ancha para sí mismo, siéndole fácil justificar su falta de consecuencia, mas dispone de una manga muy estrecha para los demás. De esta manera inclinará el discurso a la crítica, muchas veces destructiva. En el inconsciente del sujeto carente se activa una advertencia: cuanto más desapruebo y desacredito, más se refuerza mi postura personal.

La mayoría de las veces a la persona se le hace inadmisible prescindir del equívoco, por lo que el discurso irá dirigido a evidenciar su tibia actitud y su incompetencia. A la conciencia la nublarán aquellos argumentos con los que se pretenderá eludir una oportuna responsabilidad. Y así, cualquier conato de cambio presupondrá para el inconsciente un riesgo que no se podrá abordar. Se inclinará por tanto a proteger su «zona de confort mental» y a desacreditar lo que interpreta como opuesto y desafortunado.

«¡La verdad, la verdad… pero de qué verdad estamos hablando…!» Podremos instalarnos en la idea de que todo es relativo; y de esta forma evaluar lo que está pasando desde la perspectiva que al «Ego» le conviene. Este tipo de argumentos pueden servirnos para eludir lo evidente, para ser ambiguo y continuar patrocinando la confusión.

Pongamos un ejemplo explícito: supongamos que vamos al campo para compartir una comida con unos amigos. El compañero encargado de hacer el guiso pone su empeño en ello, mas no elige el método que a nosotros nos parecería conveniente para que la comida salga bien. De forma automática surge en la mente el veredicto: «no sabe; yo lo haría mucho mejor…» Consideración que también podremos mostrar abiertamente de forma insensible. La cuestión es que cuando pongo en evidencia la afirmación egoica en relación a otra persona, sin darme cuenta estoy negando al otro para afirmar una posición personal, yo diría deteriorada. Si en este ejemplo la conciencia me llevara a asumir, no sólo dejaría de criticar la acción del otro, a disponer a flor de labios el diagnóstico con el que suelo reprobar, sino que me dispondría a disfrutar de la comida con verdadero placer. Podríamos extender este ejemplo a muchas situaciones vitales.

Me parece verdaderamente maravilloso el fragmento del libro «Las voces del desierto» donde se le otorga el privilegio a la periodista que narra el episodio, la persona más incompetente de todas, a dirigir por el desierto al conjunto de la tribu. Para una mente meramente racional esto sería una incongruencia. Los sabios de la tribu se disponen a asumir y aceptar de buen grado la ineptitud de aquélla que los dirige. Lo hacen porque saben que es bueno para todos. Bueno para que los que saben se trabajen el respeto, la paciencia, se abran a la naturaleza y adopten la capacidad de silenciar su Yo-consideración. Ellos confían en la vida, que es como decir se entregan a lo que de seguro ha de alcanzar un fin óptimo. La esperanza se mantiene latente en sus corazones. Bueno para la protagonista, que desde su incompetencia podrá despertar capacidades innatas. La propia responsabilidad le llevará a pasos precisos donde la tribu obtendrá recursos y saldrá adelante.

A la mente discursiva, que usa los arbitrios de la razón a toda costa, no le es fácil apreciar aquello que acontece de forma sutil tras el acontecimiento. Como las creencias predominan, no se llega a valorar la red energética que a todo liga y condiciona. Por consiguiente, las personas que usan de forma mecánica las conjeturas, cercadas por la opinión, no son capaces de dilucidar sin las consabidas premisas que sirven de asiento a su Yo.

Cuando la mente se focaliza hacia el síntoma, opaca sus grandes posibilidades de entrega, esperanza y asunción. La mayor parte de personas somos muy proclives al diagnóstico. Disponemos con contundencia de la prescripción adecuada, del análisis preciso, del dictamen, que cuanto más carente es el sujeto, más severo lo manifestará. Impera el prejuicio porque la idea se convierte en baluarte que estimula al Yo. Es como si cada conversación se convirtiera en escaramuza, adquiriera tintes de contienda donde incorporamos el hábito dañino de atacar y defendernos.

Si los estados anímicos de la persona viven en un latente conflicto, a la expresión personal la viste el dilema… y no nos daremos cuenta. Singular apreciar que el tono de la voz, el énfasis con el que defendemos la idea, la vivacidad del gesto, incluso el hábito de interrumpir al otro, determinan la afección que padece el alma. Por tanto, la personalidad siempre nos puede revelar la luz anímica de la persona que se manifiesta.

Lo grave del asunto es que la sociedad que nos toca vivir patrocina de continuo el altercado. Somos educados para dar peso a los diagramas mentales que establecen disputas dialécticas, porque, en definitiva, la persona con la que nos relacionamos sirve de espejo al desamparo que sufre el Yo. Ir al otro lado del espejo presupone respeto, asunción y una entrega lúcida que esa zona oscura de la psique que llamamos «Ego» no soporta.

El individuo común experimenta a este lado del espejo, donde se hace egocéntrico y proselitista. De esta manera pretenderá convencer, llevarse a su terreno psicológico a los demás. El magma social se encuentra repleto de partidos, sectas, cultos, profetas de las ideas que desafían a través de todo tipo de recetas. La mayor parte de ellas se convierten en cataplasmas para el desvalido Yo. Estas ofertas insustanciales o bien entretienen o, en el peor de los casos, confunden y alientan aún más la dispersión mental que atosiga al sujeto.

La consigna ideológica se convierte en el síntoma usual donde se instala la personalidad. De esta forma necesitaremos proclamar a ultranza nuestra consabida verdad. En multitud de ocasiones lo que declaramos de forma solapada son las secuelas de un «campo del dolor» repleto de infortunio. Aquí la queja contamina ostensiblemente la conversación. Asimismo, pregonaremos ideas sobre lo que se entiende como bueno y oportuno, teorías alejadas de la verdadera realización personal y la práctica individual. Cuanto más se piensa y se habla sobre el amor, la salud y el bienestar, menos se experimentan.

Este tipo de sujetos podrán inclinarse a los alimentos denominados por los hindúes tamásicos. Indico en «el humus humano»: «Alimentos que mantienen una alta densidad energética en su estructura molecular, tales como las carnes, substancias grasas, sangres. Entender que el elemento fuego que activa el gesto pasional se encuentra muy vivo en la carne. Desde la Guna Tamas también encontraremos aquellos ingredientes que afectan al sistema inmunológico del organismo, ocasionando debilidad y obstruyendo los nadis, o centros de radiación energética, tales como el alcohol, el tabaco, el vinagre, etc…. La ley del mínimo esfuerzo va a influir categóricamente en nuestra disposición anímica hacia la vida… Se valorará más la conversación que la contemplación. El Yo podrá acusar fácilmente una combustión visceral. Adoptará la inercia a experimentar sensaciones que lleven al instinto a un arco de temperatura exaltado, una inclinación hacia el arrebato y la pasión».

En verdad, el ser humano sujeto a una mente sensorial o bien discursiva no anhelará una verdadera vía espiritual. No sucederá porque su realidad personal se verá sometida al apego de sus creencias, a la inclinación a auto-engañarse y, sobre todo, a un miedo atroz a la desnudez mental. Se podrá pensar incluso que lo espiritual, lejos de desmantelar el criterio y la pose personal, ha de vestir más y mejor al personaje. El ser humano común y corriente se encuentra muy lejos de ese salto en el vacío que deja ir el amor propio y desmantela los viejos paradigmas.

Las fórmulas espirituosas, llevadas por la marejada de una piedad mediática, terminan tiñendo al Yo con un barniz opaco donde el «Ego» se dilata. De esta manera sustituiremos unas creencias por otras y buscaremos alicientes diversos que aplaquen la frustración. Esta emergencia favorecerá el tinglado mental de la fascinación. Digamos que el ser humano inconsciente justifica sus defectos, su imperfección, mientras que el ser humano consciente los reconoce y busca los medios para transformarlos.

Brillo y sensibilidad. Cuando el individuo es capaz de conectar con las posibilidades latentes en su mente lúcida, surge una percepción amplia de la realidad y una creatividad insospechada. Aflora un discernimiento con el que poder apreciar principios y fundamentos universales. Se establece, pues, una sintonización. La conexión con la mente lúcida al principio adviene según estados dilatados de conciencia. Si la mente se encuentra repleta de conjeturas, no podrá suceder.

La meditación es una vía de suspensión psíquica en donde la conciencia lleva al sujeto a desechar el barullo habitual que empaña y confunde. Se entiende que la oportuna meditación incide de forma saludable en los estados de ánimo del individuo, proponiendo la experiencia psíquica de lo que en verdad es sublime. La dialéctica sume al Yo en lo virtual, y ensombrece la penetración con la que se puede experimentar la luz de lo que en esencia somos.

Dicho esto, deberíamos de comprender que el hábito meditativo mediante el cual prescindimos del alboroto que ensucia al pensamiento no es tan sólo para esos momentos en los que decidimos relajarnos y hacer un paréntesis vital. La adecuada meditación se hace efectiva en el día a día, ayudando al individuo a hacer más neutra y pasiva su personalidad. De esta forma la necesidad expresiva se sosiega, el campo vital modifica sus biorritmos habituales y el alma llega a experimentar una paz y estabilidad cuando la mente se serena.

Más adelante el sujeto comprende cómo opera el canal de la conexión. Y surge un estado de alerta susceptible de alentar la lucidez. La atención consciente limpia de escoria el campo de la mente. La mente sensorial y discursiva mantienen a la persona esclavizada por los estímulos ordinarios. Este diapasón simple activa dos corrientes primarias, a saber: una en relación a los sentidos y la otra sometida al marco de creencias y prejuicios que velan las capacidades de una mente elevada. Como es fácil de entender, las personas cuya mente vibra en una concreta frecuencia intelectiva no podrán apreciar ni comprender a aquéllas cuya vibración es más diáfana. Diríamos que la forma de estimular los clichés mentales determina la vibración anímica de una persona. Cuanto más débil y difuso es el sujeto, su Yo-consideración se hará más vivo. Sucede porque las ideas se convierten en el soporte cardinal de la personalidad y, sin conciencia, se usan para confirmar la propia identidad.

Si la persona educa la atención, es capaz de observar con una cierta austeridad lo que antes le incitaba a reaccionar y posicionar su Yo. El personaje pierde su efervescencia y la respiración toma las riendas para que cese el impulso ordinario. Digamos que el sentido se agudiza y el juicio disminuye. Como es natural, ese brillo que ensancha la mente no podría suceder si previamente no se hace pasiva la personalidad. Una personalidad pasiva sucede cuando el individuo ya no precisa expresar tanto su consideración en todo lo que experimenta. Es de esta forma como los acontecimientos se respiran con una mayor sensibilidad. Surge una cierta parquedad, tanto en el pensamiento como en la palabra.

Muchas son las antiguas culturas que nos hablan de la muerte del personaje para que pueda aflorar el gran discernimiento. Indico en mi anterior tratado «El humus humano»: «Para los egipcios, morir de la sensación de escasez era símbolo de desarrollo espiritual, una proposición que hacían al oído del iniciado cuando superaba las pruebas de los elementos, indicándole: «y ahora recuerda que estás muerto, bien muerto; compórtate como tal». La denominada «muerte psicológica», que también apreciaban los aztecas, los griegos en sus tránsitos de Eleusis, como las antiguas culturas orientales, no era ni más ni menos que la capacidad que podía desarrollar el iniciado de suplir en su psique la sensación de carestía y ansiedad, por otra con la que experimentar la abundancia de su interior, no dependiente de los reflejos ilusorios de afuera…

»A partir de aquí el ser humano aprende a relativizar sus consideraciones, a ir a favor de una muerte psicológica, que se entiende como idónea para poder salir de la virtualidad. El verdadero poder reside en su interior, y es allí donde se puede experimentar un estado susceptible de vencer las sombras que lo han identificado con el cerco de la ilusión que los orientales denominan maya. Por consiguiente, no necesita conquistar nada porque reconoce que todo ya está aquí, permanentemente. No precisa rivalizar, ni vencer a nada ni a nadie porque advierte que su principal enemigo es él mismo, cuando fuerza el hábito de traducir de forma inoportuna la realidad».

Digo en «el humus humano»: «Los alimentos denominados por la cultura védica sáttwicos son más frugales en relación a su contenido energético, como cereales, flores, granos, frutas, que producen digestiones ligeras y favorecen la receptividad y el equilibrio mental y emocional en el ser humano. Nutren de forma serena el organismo y purifican la mente. Verduras frescas, zumos naturales, frutos secos, legumbres, queso, pan integral…etc. La Guna Sattwa tiene que ver con la armonía, la capacidad integradora del universo y, por ende, de todo ser humano.

»Es notable cómo la inclinación alimenticia ya está expresando nuestras propias carencias y la necesidad de una regulación orgánica que demandamos de forma inconsciente en el alimento. Por ello, la capacidad receptiva del individuo lo acerca a los alimentos sattwicos, como la forma de armonizar su propio organismo y, al mismo tiempo, de hacer expansiva la mente. Comprendamos que de igual forma podremos optar por experiencias que mantengan contenidos densos como sutiles; vehementes como sosegados, según sea la influencia de la Guna que los determine. La placidez que experimentamos ante un bello paisaje la consideraremos como aliento sáttwico para el alma, como lo será la meditación y la contemplación. Un espectáculo deportivo de masas, un simple debate televisivo podrá sostener una influencia tamásica. ¿Competencia, rivalidad? La necesidad de vencer por oposición. Mientras que una fiesta estremecida por una música estridente será activada por una energía rajásica. ¿Exaltación, excitación ansiosa? La necesidad de la efervescencia sensorial. Las impresiones que llegan a la mente serán de igual forma reguladas por la energía de las Gunas, pues terminan por convertirse en alimentos psíquicos que buscaremos según sea nuestro desarrollo y estado de ánimo particular».

Cuando una persona por razones diversas conecta con su mente lúcida ante los demás, es común toparse con dos tipos de resistencias: por un lado, la de aquellos sujetos cuya capacidad mental es tosca y ordinaria. Estos simplemente convierten en esnobismo o locura lo que no entienden ni llegan a percibir. Por otro lado, están aquellos que pueden entrever la capacidad del creativo, más su entendimiento no está dispuesto a admitirlo. Digamos que la lucidez ajena les empaña la propia personalidad, por lo que se revelan ante ella. El orgullo-soberbia y la envidia serán características principales que asolarán la psique de estos últimos individuos. Como es fácil de entender, la falta de humildad les impedirá apreciar y, asimismo, admirar.

En el camino de la auto-realización existe un escollo principal que es imprescindible sortear: la del amor propio que nos impide aprender, cuando la enseñanza implica un desmantelamiento de los soportes ambiguos que sostienen al Yo. Surge una pregunta de interés: ¿desde qué posición mental se interpreta el conocimiento o la penetración que puede llegar a nosotros como una sacudida que requiere atención? Algunas personas sienten la provocación tan aguda que, antes de terminar de escuchar, de asimilar lo inesperado, ya reaccionan negando. ¿En qué medida el juicio de valor automático elude la comprensión hacia lo nuevo?

¿Qué es animadversión? Yo diría una condición egoica mediante la cual rechazamos de forma categórica, o nos molesta la libre expresión del otro. Este tipo de inclinaciones bloquean la conexión hacia la mente lúcida. La liberación del prejuicio nos parece fundamental para que la psique alcance una oportuna revelación. La mente ordinaria funciona por reacción. Es la forma de pensar de un sujeto educado para oponerse a aquello que su Yo toma como provocación. La cuestión es que como la costumbre la tenemos tan incorporada en el subconsciente, no lo solemos percibir.

Este recelo surge de una renuencia del alma e, inconscientemente, el orgullo nos lleva a afirmar el propio argumento, desde la necesidad de argüir y defendernos. En ocasiones puntuales el alma requiere una entrega que el Yo no está dispuesto a ofrecer. En su trinchera defensiva fuerza el juicio y la razón, por muy vaga que sea, sin darse cuenta que supura de un viejo dolor. Es un daño difícil de localizar, porque se encuentra emplazado en una zona recóndita del subconsciente. En multitud de ocasiones, el alma no se expresa de forma natural. Un alma mortificada usa el juicio de valor como un estandarte, sin que la persona pueda comprender que cuanto más se enarbola, más se ofusca.

Si el hombre primitivo podía reaccionar con hostilidad ante el hueso que atravesaba la nariz de un hombre perteneciente a otra tribu, cuando a su nariz la adornaba un aro de metal, el humano de nuestros tiempos lo hace en relación a las ideas. De esta forma el prejuicio se convierte en un tótem, un instrumento venerado destinado a conformar al Yo. Me pregunto: ¿cómo se haya el alma agazapada tras estos hábitos mecánicos? El reproche esconde una cierta deficiencia. La inculpación segrega el gris veneno del resentimiento o la aversión.

Percepción: es la capacidad mental de apreciar ampliamente la realidad, cuando el sujeto se libera de los clichés mentales aprendidos y, en ocasiones, impuestos por un Yo carente. La bienaventuranza es un estado del alma que llega a nosotros cuando las facultades de la mente se elevan sobre el mero entendimiento. El entendimiento (que nos lleva a la comprensión) es previo al discernimiento.

La mente sensorial y la mente discursiva buscan entender mediante los juicios de valor que dicta el Yo, a veces como pilares severos que se alzan en un inestable edificio, otras como púas de una abigarrada trinchera. La mente lúcida adviene cuando se sacrifica el criterio en favor de la percepción. Atender para comprender; contemplar para admirar. Brillo y sensibilidad.

Para percibir la vida, toda ella, inmersa en un mismo resplandor, a la persona común la ha de curtir el sufrimiento. El dolor llega a crear una conmoción en la mente, un trance susceptible de rasgar el velo de la mente sensorial. El dolor, como tantas cuestiones vitales que nos llegan para un oportuno aprendizaje, requiere en ocasiones aceptación y rendición. Llega, y nos sugiere atender. Significativamente, cuanto más se acepta y atiende, más se libera la congestión. Por el contrario, las resistencias que fuerza el Yo siembran el campo del dolor con más dolor. Es de esta forma que la vida, sabia ella, nos proporciona relaciones y escenarios nuevos para que sigamos sufriendo, ya que el individuo no ha alcanzado la templanza y ecuanimidad suficientes para aprender.

La lucidez libera el campo del dolor de las viejas sombras, y siembra de paz y serenidad la mente. La luz del Ser es una experiencia que requiere desprenderse del vano criterio. Cuando el propósito es del corazón, la reflexión mental no discute o se mueve desde el obtuso altercado. Budha decía que «una mente disciplinada trae felicidad». ¿A qué clase de disciplina se refería? El vacío que surge cuando se evapora el flujo intelectual hacen al alma más frondosa.

¿En qué medida la luz creativa, la genialidad, el mismo carisma son consecuencias naturales que suceden desde un estado dilatado de la psique? En este estudio nos interesa la sutil vibración que puede alcanzar la mente según percute la atención. El deseo de despertar se puede convertir en un sueño más; en consecuencia, no será la idea lo que nos pueda llevar a una auténtica libertad. La atención permite que la luz de la conciencia inunde la mente. Luz para la actitud; luz para la comprensión que desprende las categorías mentales que visten al Yo.

La disciplina personal nos lleva a una labor continuada que favorece la calidad de la atención. Sin anhelo de búsqueda esto es imposible. El sujeto roto, fragmentado, mendiga sustentos sensuales que lo alejan de su esencia. Esto le lleva a una orfandad mental donde el alma naufraga. Rendir la burocracia que usa el «Ego» es lo que en verdad permite alcanzar esa perspectiva lúcida que puede suceder en el diario vivir.

Se denominan células imaginativas a aquéllas que contiene la oruga para que, a través de su afán evolutivo, pueda convertirse en mariposa. Afán evolutivo: toda su energía biológica se centra en el proceso. Gracias a esa concentración vital y astral que determina su elemental (principio anímico) la transformación acontece. La cuestión que aquí destacamos es que el ser humano contiene asimismo células imaginativas susceptibles de transformarlo en un ser espiritual. La clave consiste en la concentración psíquica hacia una verdadera transformación. Cuando la mente se encuentra distraída en los requerimientos del Yo, las células se adormecen. La intuición, la inspiración e imaginación activan en nuestra biología posibilidades insospechadas. Estas facultades de la mente lúcida no se desarrollan si el sujeto alienta la crítica especulativa en la que el Yo se entretiene. Las células imaginativas favorecen la transformación del alma humana, una labor consciente que nos lleva a la entrega tácita a lo que ocurre, a la calma interior y a liberar la psique del talante reactivo donde solemos generar enfermedad. La transformación acontece en el instante en que la respiración consciente incide en toda nuestra biología. Esto significa despertar, y el ser humano-oruga elige someterse a las condiciones egoicas que nublan su mente y que le impiden ser mariposa, volar.

La mayoría de personas alentamos la sombra sin darnos cuenta de ello. La animosidad con la que nos oponemos y creamos todo tipo de resistencias proporciona a la mente un estado cataléptico que puede apreciarse como vigoroso, mas nos sume en el sueño. La prepotencia y la misma vanidad crean un velo siniestro con el que se disfraza el Yo, como lo hará el miedo y el auto-engaño. La mente sensorial puede facilitar a la persona un engañoso señorío, un vigor para el personaje que usualmente viste, mas no terminará por favorecer sus cualidades conscientes.

Ese es el poder que gobierna a nuestro mundo, el hechizo astral de un alma embaucada por el «Ego». La sociedad que nos toca vivir se ha convertido en maquiavélica, esto es: actúa con astucia y engaño para conseguir el vano propósito de autentificar la pose personal. Muchas personas piensan que el verdadero propósito es material, que lo que mueve a la mayoría es el egoísmo, pero yo diría que la tortuosidad mental que usamos transcurre para dar más y más crédito al Yo. Es una tara, una deficiencia psíquica que heredamos sin conciencia, y tan sólo nos entretiene en el gran escenario de la sensación.


(Fragmento del tratado «Al otro lado del espejo» de Antonio Carranza. P.V.P.- 15 €)


Email.- antonio@idiconciencia.es


¡Qué todos los seres sean felices!






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