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DOLOR O CONCIENCIA

Actualizado: 16 sept 2023


Por Antonio Carranza


En su obra «De Profundis», Oscar Wilde siembra de amargura su campo de dolor. El autor se deja llevar por una profunda tristeza, y su reflexión queda atrapada en la serie de acontecimientos tortuosos que lo llevaron a prisión y a sufrir el desengaño de un amante muy querido, causa de su infortunio. Si reconoce que en su duro trance la razón no le ayuda, se obliga una y otra vez a convertir el silencio, la soledad y la vergüenza en una experiencia espiritual. Mas allá del pensamiento que merodea una y otra vez en el error y en la debilidad que lo consume, descubre que el sufrimiento ya forma parte de la bondad de la vida, que todo lo que le ha pasado alcanza un clamoroso sentido. Nos dice: «Para nosotros sólo hay una estación, la del dolor. Siempre hay un crepúsculo en la celda de uno, como siempre hay un crepúsculo en el corazón de uno».

El escándalo supremo es la superficialidad de aquellos que se quejan sin entender el sentido de lo que viven o la ilusión de lo que desean. Wilde deduce que su perversidad y la inclinación hacia una vida repleta de deseos se han convertido en la causa de su infortunio. Así pues, su mente buscará una salida decente a tanto descalabro, convirtiendo el dolor en el caldo de cultivo de su redención. ¿Es el sufrimiento el pretexto cardinal que requiere el alma humana para ser liberada?

En su interior se debaten el amor sublime que rendía a su querido Bosie, con el aborrecimiento, la amargura y el desprecio. Es el escenario donde la dualidad alcanza un oscuro combate, las dos caras del dios Jano romano que en su calvario se manifiestan rotundamente. Atribuirá el calificativo de necio al que no conoce el trasiego constante de esa dualidad que embota la mente, un epíteto que podría hacerse extensivo a la condición humana. Sí, porque serán fatuos y cándidos aquellos que no alcanzan la perspectiva primordial que permite comprender qué alienta en nosotros cualquier tipo de sufrimiento.

Deplora la vida de excesos y placeres a la que le llevó su amigo, y la entiende como contraria a su espíritu artístico. Lo fue porque el artista necesita paz y silencio; y se reprochará una existencia de abundancia desenfrenada en la que el suspiro creativo no tendrá lugar. Ruido, el alboroto del placer que embriaga los sentidos; en su cautiverio lo recordará como ensordecedor para su alma. Se quejará evocando «la vida llana que proporciona un alto pensamiento». Y nos brindará el exquisito sentimiento de su vergüenza, el bochorno al comprender que el ancho placer se convierte en ruina para el alma. ¿Cómo puede triunfar la naturaleza gloriosa del ser humano sobre aquélla que es mediocre y miserable?

«La vanidad te cosió los párpados con hilos de hierro —le reprochará a su amante—. La imaginación estaba tan encarcelada como yo. La vanidad había puesto barrotes en las ventanas, y el carcelero se llamaba odio». El odio que su amante profesaba a su padre y el que, a la postre, dio con sus huesos en la cárcel. El amor que brinda a su amante le lleva a hacer suyo el rencor que éste padece. ¿Es amor en verdad el que reporta al individuo una asociación tan estrecha de sentimientos?

El amor es un brindis, una entrega tácita al sentir de la otra persona. Se manifiesta mediante la ternura, la piedad, la compasión…. sin embargo, cuando al sentimiento lo embauca la condición inconsciente del amante, en el instante en que uno se traiciona a sí mismo en aras de esa entrega, ya el amor pierde su sentido. ¿Podríamos entender el gran sentido del amor ligado a la consecuencia personal y a la misma dignidad?

Wilde toma conciencia de cómo se establece en la sociedad la tiranía de lo arbitrario y vulgar sobre los espíritus elevados. Lo reconoce porque lo ha padecido. En cualquier caso, será su propia debilidad la que le lleve a sucumbir una y otra vez a los ruegos de su amante, y será su cobardía la que estreche su voluntad y lo encadene al desafuero de un sentimiento donde el placer negro se convertirá en abismo.

No obstante, en la letanía de reproches que usa hacia su amante, no sólo intensificara su dolor, sino que serán reproches hacia sí mismo de los que no podrá del todo tomar conciencia. ¡Cuán dificultoso es comprender cómo funciona el «efecto espejo», aquel cristal de la psique en donde proyectamos hacia los demás nuestra propia indefensión! ¿En qué medida los reproches y la culpa niegan la esperanza? El poeta no lo sabe.

Un sentimiento tortuoso que alienta el deseo y la misma necesidad afectiva no es amor. El verdadero amor precisa romper ese espejo a través del cual el Yo siempre reclama. Cesa el juicio, concluye la demanda, cesa el giro donde la emoción revolotea; sin embargo, Wilde, sorprendido por la agitación romántica que lo envuelve, no podrá salir del atolladero. La prisión externa se convierte en el reflejo de aquélla que es interna y deplorable.

Se lamentará de esta manera: «Los dioses son extraños. No sólo de nuestros vicios hacen instrumentos con que flagelarnos, sino que además nos llevan a la ruina con lo que de nosotros hay de bueno, de amable, de humano, de amoroso». ¡Los dioses…! La eterna maldición divina que convierte la existencia en un laboratorio de daño y suplicio. Así lo querrá concebir, desde un sollozo con el que desterrar el libre albedrío y la posible voluntad consciente que llegue a encumbrar la condición humana. La culpa necesita todo tipo de excusas, y en ocasiones el determinismo celestial llega a ser la más cercana.

El espectáculo vital de todo ser humano se desarrolla en dos jardines contrapuestos: uno salpicado por las flores del placer y la comodidad; al otro lo adornan los frutos negros del dolor. Wilde piensa que a todos nos es ineludible circular de un jardín al otro a lo largo de nuestra vida. Porque toda persona, sin remedio, ha de gozar de las flores de la dicha y padecer el quebranto del jardín de la amargura.

Desde mi punto de vista este es el sino de todo sujeto común que bambolea sin un definido rumbo. Como es natural, la mayoría de individuos estarían de acuerdo con el poeta, simplemente porque no pueden concebir una existencia ponderada. Es la sensatez la que crea armonía, el equilibrio del punto medio en donde la conciencia permite no demorarnos en esos dos jardines extremos.

Entiendo que la atención, como lucidez elemental que lleva al sujeto a tomar conciencia de cómo una zona obtusa de la psique se escora hacia el padecimiento, desaloja la emoción del jardín oscuro. Es el hábito de una llamada de atención, del «stop» consciente que no se deja encandilar por las trampas tenebrosas que acostumbra a usar el Yo. Los jardines siempre están ahí, dispuestos a seducir al inconsciente con sus atractivos señuelos; y ésta es, sin lugar a dudas, la dualidad elemental que sostiene al gimnasio de la vida. Tú decides.

¿Qué es verdad; qué es mentira? El poeta nos acerca un contundente testimonio: «mostré que lo falso y lo verdadero no son sino forma de existencia intelectual». Quizás para desmontar el andamiaje de nuestra conveniente verdad la emoción tenga que caer en un hondo precipicio. Y es así, a través del dolor que produce ese vacío, cómo la verdad y la mentira se confunden. Porque, tal vez, la gran verdad sea tan sólo del alma; y porque el alma sólo entiende de limpias y radiantes sensaciones.

La inercia que fuerza el inconsciente humano nos puede llevar a fluctuar de un jardín al otro sin orden ni concierto. Lo verdaderamente significativo es apreciar, desde una aguda sagacidad, cómo la vida nos facilita pruebas específicas para que nuestro libre albedrío no elija inmiscuirse de lleno en ninguno de los dos jardines. Siempre que el Yo queda embebido por las añagazas que lo embaucan, el alma sufre las consecuencias, la penuria de la traición personal y la estrechez de esas justificaciones mentales que priorizan el tiránico confort.

El tiránico confort psíquico que embauca al alma. Sí, porque de siempre, y en la actualidad con mayor virulencia, la persona se hace extremadamente permisiva consigo misma. «Me permito ser como soy… me permito expresar mis engañifas y fantasmas. Lo que empuja de adentro, debe salir…» Una permisividad artera que, sin conciencia, hará opaca la mente. En efecto, ya que el subconsciente necesita de esta justificación para caer blandamente en el influjo turbio del jardín oscuro. Será una estafa útil para el Yo menoscabado que ha padecido castigos y suplicios, más no tanto para el alma.

Desde mi punto de vista, el alma humana necesita contener la inclinación inconsciente que empuja al Yo hacia lo tenebroso. Son tenebrosas aquellas condiciones prendidas en el subconsciente que no sólo crean dolor, sino que impiden que el individuo avance adecuadamente en su camino. La verdadera evolución es del alma. Cuando se comprende que el sentido de este laboratorio humano es destilar el alma humana, el sujeto elije una toma de conciencia eficiente para no caer en el hábito compulsivo de un Yo carente y, diríamos, enfermizo.

El Yo desprovisto de claridad, embaucado por los incentivos de eso que denominamos «Ego», necesita sin duda una reforma. Y es la atención consciente la que en verdad la procura. Esto significa dominar la inercia de ese caballo desbocado que funciona en nosotros de forma compulsiva. En consecuencia, la mente cultivada puede llevarnos a ese punto medio, instante en que nos damos cuenta del artilugio habitual y optamos por una detención de la inercia instintiva que sufre el subconsciente.

¿En qué consiste la felicidad? ¿Cómo se forja en la mente el sentido imprescindible de la libertad? Sin duda, es en la órbita de los distintos estados de ánimo por los que pasamos donde podemos alcanzar una legítima salvación. Para Wilde la libertad, la felicidad es un ensueño al que aspira, pero al que nunca llega. No obstante, pretenderá liberar su alma pasando de un jardín a otro como una fatalidad inexorable. Se sume en el trascurso que ha de experimentar el barro siendo modelado, el del tosco metal cuando el martillo lo conforma en el fuego de la fragua… en la lucha fatigosa del proceso.

A la persona común el destello de la felicidad la deslumbra tanto, que prefiere sumergir sus sentidos en luminarias más opacas. Sucede porque alcanzar ese horizonte presupone un riesgo para el Yo. El gran objetivo del Ser se encuentra fuera del criterio y la demanda que, de continuo, fuerza nuestro destino, y eso implica voluntad y silencio. Para ser «capitán del alma», un epíteto que usa Wilde, deberíamos de tomar conciencia de todas nuestras contradicciones. Aquéllas que no distinguen lo que en verdad es prioritario para el alma; esas que en beneficio del oscuro amor y de la pasión llegamos a hacernos daño a nosotros mismos y a aquellos que nos aman; otras, las más comunes, las que fuerza el insistente deseo.

«De profundis» no es tan sólo un desahogo, no es un clamor doloroso hacia el mundo, es el tratado de la profunda contradicción que vive el fuero interno de un poeta. «Los que no aman el arte rompen el cristal del corazón de un poeta, para deleite de ojos ruines y enfermizos». Nos acercará esta frase trágica sin saber que el hilo de su afectación ya teje el manto del infortunio. Cuanto más se afecta, cuanto más se inquieta ante la adversidad, más intensidad alcanzará su dolor. ¿Podemos vislumbrar la salida del padecimiento humano en la renuncia de la afectación?

El autor convierte sus circunstancias en un campo de minas. Llega a la conclusión de que el estallido de cualquiera de ellas puede otorgarle un trance venturoso, liberarlo del mundo de las formas y del espacio brumoso de los deseos. Su desgarramiento no sólo permite que la cárcel sea un desenlace expiatorio de su culpa, sino que pretende que lo ayude a alcanzar el claro objetivo de la libertad.

Si tal y como indica le quedara como desenlace de su infortunio una absoluta humildad, este libro no se hubiera desarrollado en su mente. ¿No requiere la humildad una cierta concesión a lo que al Yo le pasa? ¿No se forja desde la aceptación de aquél que atiende y comprende, sin el trasiego de ese amor propio que tortura hasta convertir la frustración en un infierno?

¿Angustia…,? ¿Vergüenza…? Podemos emplear las sensaciones escabrosas por las que pasamos como justificación vital, como motivos para evolucionar y crecer, intuir que ese horizonte mental puede llevarnos al preámbulo de una verdadera redención. Es la sensación de una definitiva conquista, el claror de un horizonte que se despeja tras la brumosa noche. Y el poeta entiende que sin este trance expiatorio el alma no puede prosperar.

Se deja llevar. El talante permisivo del que hemos hablado antes es preámbulo útil para un Yo menesteroso. Lo forja la necesidad de ser por uno mismo, sin trabas ni limitaciones. Y es en verdad legítimo. Estamos en el proceso. Wilde se encuentra a lo largo del ensayo en el transcurso que requiere hacer valer su daño. No obstante, cuando en verdad avanzamos, la conciencia dicta una cierta REPRESIÓN. Uso con mayúsculas la palabra para hacerla notar, simplemente porque a la mayor parte de personas le asusta. ¿Reprimir… sacrificar? Son términos que detonan en el inconsciente humano con una cierta antipatía.

La detención atenta y serena del impulso nos lleva del animal, por muy racional que sea, al ser humano consciente. Cuanto más cerca del animal estamos, más reactivos y afectados. Para que la atención lúcida deje ir lo inconveniente, de una forma natural y fluida, se requieren las primeras dosis del rigor y la disciplina que pone en jaque al Yo. ¿Por qué esto es así?

Sucede desde los dos patrones cardinales de la educación humana: uno será Yin, correspondiente al hemisferio derecho del cerebro, y otro Yang, que guardará relación con el izquierdo. El factor Yin es el que nos acerca al cariño, a la protección y benevolencia. Sin embargo, será el factor Yang el que requiera las imprescindibles dosis de rigor para que se haga efectiva una equilibrada educación.

Cuando la educación, tanto nos refiramos a la que atañe al Yo personal como a la que le conviene al alma humana, se inclina hacia lo Yin (femenino), nos convertimos en demasiado permisivos y blandos. Es desde aquí cómo justificaremos ese «me permito…, me dejo llevar», muy en función de la indefensión personal que sufre el sujeto.

Por el contrario, la inclinación hacia el factor Yang (masculino) presupone las ciertas dosis de rigor que no sólo favorecerán la autoestima, sino que llevarán al Yo personal a un curtido práctico con el que conquistar su afirmación y solvencia. Muchas personas confunden rigor con severidad, cuestiones en verdad bien diferentes. El rigor templa, fortifica y nos lleva a la útil austeridad mediante la cual somos sin depender excesivamente de lo de afuera. La severidad es malsana, en la medida en que castiga y tortura.

El poeta usa, por un lado, la severidad excesiva que lo lleva a castigarse a sí mismo, a la autocompasión, como vía expiatoria de la propia culpa. Y por el otro, emplea dosis excesivas de autocomplacencia, en las que se permite dejarse llevar, utilizar la vía romántica de la exhalación y el desahogo. La cuestión es que estas dos corrientes se encuentran muy vivas en el ser humano común. ¿Cómo hacerlas notar? ¿Cómo alentar un equilibrio saludable que nos permita armonizar nuestros hemisferios cerebrales y, por ende, la misma personalidad?

Desde mi punto de vista, es la justificación mental la que nos lleva al descalabro. Sí, porque aquél que se encuentra escorado hacia una corriente, la justificará, no comprenderá la desproporción y no elegirá acercarse lúcidamente hacia la complementaria, la que en verdad favorece el equilibrio. Darse cuenta de esto nos parece fundamental, y lo es porque solemos rechazar de plano aquello que presupone un cierto riesgo para el Yo, muy acolchado en sus paradigmas y formas de pensamiento.

Para lograr el dulce complemento se requiere convicción; y la certeza sucede desde una mirada consciente a lo que nos pasa y a cómo funcionamos. En definitiva, la realización personal implica fuerza interior, como un logro que se conquista y trasciende la tendencia a apoyarnos en la ortopedia mental que nos asiste.

A Wilde, las viejas creencias que le llevaban a huir de la verdad simple de las cosas, ya no le sirven. Su llamada interior a la aceptación es empapada por el bálsamo de una convicción certera. La comprensión de que la condición humana, por muy abyecta que sea, sucede y se aplica al alma para una decisiva transformación. En este laboratorio donde ensaya cada chispa humana, la hiel contiene la dulzura, el veneno su concreto antídoto. El poeta termina por saberlo. En su obra nos anuncia: «Lamentar las propias experiencias es detener el propio desarrollo. Negar las propias experiencias es poner una mentira en los labios de la propia vida. Es nada menos que una negación del alma».

Reconoce que el sufrimiento puede alcanzar cotas sublimes, que puede convertirse en un privilegio siempre y cuando lleve al alma a una profunda humildad. Indica: «Donde hay dolor hay tierra sagrada… el dolor ha hecho que el desierto florezca como una rosa». Nos dice que la Humildad (así, con mayúscula) es un tesoro que permite que el ser humano renueve su vida; y es a través de la sensación de pérdida, mediante el hondo dolor de sentir que uno es poca cosa, el que procura una auténtica renuncia. Será de esta forma cómo podremos liberarnos de cualquier sentimiento de amargura o de despecho contra el mundo.

Eso dice, mas podríamos apreciar entre esas líneas que la gran desnudez a la que alude es frente a él mismo. El gran espejo está dispuesto para poner de relieve la mascarada. Quizás porque para Ser el alma debe de reconocerse a sí misma en la sombra del dolor. Me pregunto: ¿Puede contener el sufrimiento del ser humano todos los síntomas ilusos del No Ser?

«¡Quiero estar bien! ¡Necesito no sucumbir a la congoja, a la consternación de aquello que supongo desventura! ¡Necesito urgentemente ser feliz! —Propone el eco del subconsciente humano—. Preciso fluir, discurrir apaciblemente por la vida, por lo que dejaré que todo suceda, sin complicaciones». A partir de esta declaración vital, el sujeto acondicionará su mente a los distintos propósitos que impliquen bienestar y consuelo. El poeta ha necesitado experimentar una honda sensación de pérdida para entender la trampa hedonista en la que convirtió su vida. Es en la cárcel, es mediante un profundo crujido del alma, cómo llega a apreciar la claridad que lo espera al otro lado de ese mediocre bienestar. El hilo conductor de la elegía que clama «De profundis» lo conforma la siniestra catástrofe del placer desmedido.

Asimismo, nos informa: «recuerdo que solía decir que creía que podía soportar una verdadera tragedia si se me presentaba con un manto púrpura y una máscara de noble dolor». Esa es su caricatura. Es la parodia que necesita usar su personaje, buscando con ello la absolución a través de su infortunio. Y el subconsciente proclamará desde el despecho: «cuanto más sufras, más redención, más conquistará tu alma una parcela celestial». De esta manera la purga de la pena y de la auto-compasión se convertirán en un hosco consuelo.

No obstante, la mayoría de personas, desde la educación gozadora, cómoda y voluptuosa que les atenaza, buscarán recursos anímicos mediante la vía contraria. Así el subconsciente humano pretenderá restarle fuerza a la decrepitud y a la misma muerte a través del placer.

Estas dos vías se convierten en los extremos de una misma coordenada vital, dispuesta para el ejercicio que pueda otorgarnos un concreto desarrollo. Desarrollo, evolución, el gran progreso que es del alma y no tanto del Yo. El sistema de creencias que usa el Yo lleva al sujeto a los extremos de ese cordel, que cuanto más se tensa, más delira y más se sumerge en el ámbito de la ilusión. Así pues, tan grave nos será la inquietud hedonista que toma como oportuno el simple placer, como la congoja y el soborno de la pena que nos tense el semblante.

El nuevo modo de autorrealización que busca la naturaleza del poeta trasciende la moral, la religión, el pulso ambiguo de las ideas. Sucede porque el sufrimiento, gota a gota, ha minado su interior hasta el punto de divisar el umbral de una radiante libertad. Por ello nos señala: «Soy de los que están hechos para las excepciones, no para las leyes. Pero mientras veo que no hay nada malo en lo que uno hace, veo que hay algo malo en lo que uno se convierte. Es bueno haber aprendido eso».

La búsqueda del placer y el acomodo, la turbina del deseo no es que sea malo en sí mismo, es que nos sume en una banalidad, en una torpeza que ciega el entendimiento. ¿Qué nos queda? El helor de la muerte que espera paciente la gran desgarradura. Ella nos aclara: Hay una muerte más concluyente que la del aliento, que la de aquélla que consumirá tus huesos y te llevará a la tumba. Es el estertor de ese Yo al que rindes culto, ese personaje que sin conciencia usa el señuelo de las falsas pretensiones. Siempre fuiste víctima del deseo. ¡Despierta…! Y cuando lo hagas, siéntete inmerso en la película de la ilusión. Entonces te abrazaré. Se despojará la mente de las escamas del pensamiento; y tu alma podrá respirar al fin el resplandor de la verdad.

El gran poder (siddhi para los orientales) no se puede lograr desde el deseo, desde la insatisfacción. El verdadero tránsito de la evolución humana la marca el deseo, ese ardor emotivo que nos identifica con el mundo de las formas. El deseo pende del mismo contraste. Oscila, vacila, duda, se excita…busca masticar el fruto encantado que nos pueda eximir, después de todo, de la fatalidad. Es un percance de pérdida, la amarga condición que intuye que al otro lado del espejo nos espera la gloria y el paraíso.

En su narración Oscar Wilde vislumbra un atisbo de verdad, la autenticidad que llega a destilar su dolor y la clara conciencia de lo que es iluso. Hay otra realidad más allá de las formas, una realidad espiritual que anhela, pero no puede experimentar. La vergüenza del delito lleva al poeta a reconocer el castigo como la única vía posible. Expía su culpa y se siente despreciable. Nos dice: «Para nosotros el tiempo en sí no avanza. Gira. Parece dar vueltas en torno a un único centro de dolor. La inmovilidad paralizante de una vida regulada en sus circunstancias según un patrón invariable… esa inmovilidad que hace que cada día terrible sea igual a los demás». Es en la soledad de la prisión donde puede hacerse cargo de la ilusión mundana, la dilación invariable de la cárcel exterior en la que vive el ser humano común, carente de luz e imaginación.

La arruga de la vida transcurre entre el crepúsculo y el amanecer. La única paradoja que tercia la mente es la de no saber en qué punto se está; es más: a veces la gran infamia de la noche puede sugerirnos atisbos de luz y claridad. ¡Desconfía…! Tan sólo una emoción elevada sobre el barrizal de la mente puede hacernos percibir el espejismo.

Nos recuerda cómo Dante lleva al Infierno a los que viven en la tristeza y son proclives a la pesadumbre. Convertir la vida en trágica es vestir al alma con el sudario de la queja y de la culpa; él, cuyo romanticismo no puede dejar ir el suspiro ni separarse de la dulce melancolía. Querrá entender que el verdadero arte no se encuentra exento de dolor. Es más, intuirá que la belleza que logra el artista procede del mismo sufrimiento, que el arte es un vehículo de trascendencia susceptible de hacer que lo cotidiano nos brinde gozo y alegría.

¿Es el dolor el puente revelador que nos puede llevar a la gloria? ¿Tan sólo existe esa vía, la senda en la que para subir primero hay que descender al hondo infortunio? Wilde nos dice que el secreto de la vida reside en el sufrimiento, y que es el dolor el que puede romper la máscara turbia que envuelve al Yo. Indica asimismo que la inclinación humana hacia el placer nos aleja de la esencia de la vida, de la gran verdad.

Es la vía común en donde la emoción se sobrecoge y el pensamiento busca asideros mundanos en los que poder languidecer. El Yo puede disfrutar de la vida, creer que el ensueño donde se aposenta es productivo y ventajoso, mientras el alma suspende una umbrosa carencia. Es la vía del sopor, del entretenimiento y de la dormidez. Y cuando el individuo toma conciencia de la quimera en la que emplea su tiempo, aparece el desánimo y la culpa, el desenlace de una aflicción que hace nuestras noches oscuras.

La propia culpa hace que el individuo reniegue de sí mismo. Ni acepta lo que es, ni lo que hace. En consecuencia, su emoción retrocede hacia la penuria, acrecentando en su alma el dolor de no estar a la altura de las circunstancias. La culpa es una trampa de la mente que enturbia la realidad; es la herencia letal del pecado que hace que el penitente se sienta sucio y humillado. A tenor de esto, me pregunto lo siguiente: ¿puede el ser humano sentir una cierta compunción sin que su emoción sucumba al dolor de no ser, al vasallaje del castigo, a la inclinación de sentirse inmundo y humillado?

La compunción es una sacudida útil que propone la conciencia para darnos cuenta del error; es lo que denominamos el «kaom» interior. Por lo habitual la persona esta educada a alimentar psíquicamente la agitación. De esta manera convierte ese escalofrío en tormento, llevando su psique al pasmo y al arrepentimiento. Wilde usa la expiación como método oportuno para tocar fondo. Él necesita saberse impuro y sentirse indigno para, desde el barro del dolor que le produce tamaña sentencia, poder resurgir como ave fénix de las cenizas que motiva su cárcel mental.

El arrepentimiento es una forma de correctivo psíquico animado por la dualidad moral que nos sujeta a la idea del bien y del mal. Esto significa que el juicio de valor que incorporamos al hecho siempre puede condenarnos o bien absolvernos. Desde el punto de vista de la salud mental diremos que cuanto más te repruebas y censuras, más vapuleas al alma; por consiguiente, si al tomar conciencia de un equívoco que empaña nuestra actitud pudiéramos elegir por la contemplación serena, la observación nítida mediante la cual el testigo aprecia el descuido sin dolor, no sólo respiraríamos la circunstancia de forma saludable, sino que el aprendizaje se haría más efectivo. Se destilan más y mejor los acontecimientos de la vida desde una higiénica conciencia que desde la equívoca sentencia.

El castigo lo que busca en cierta medida es redimir al sujeto de la culpa. Funciona por compensación mental: «si sufres te salvas», por lo que llevamos tiempos inmemoriales usando el castigo y la condena como un lenitivo para el alma. De esta manera la expiación, la mortificación convierte la vida en un valle de lágrimas que, se supone, debemos purgar a través del dolor.

También podremos usar otras dispensas destinadas a amortiguar el daño, por ejemplo, la necesidad de expresar el propio sufrimiento. Lo entenderemos como un desahogo, sin tomar una clara conciencia de que proclamar el luctuoso fenómeno lo confirma energéticamente en el subconsciente. El pensamiento crea, y cuando éste se declara, el suceso adquiere una notoriedad que mina el campo vital y produce enfermedad.

Asimismo, podremos desestimarnos, flagelarnos con la idea de ser viles y ruines, caer en la vergüenza y en un bochorno extremo que ponga de relieve la angustia de no ser. La cuestión que aquí indicamos es que ese método del sufrimiento y del auto-castigo puede funcionar. Parece ser que al poeta le ayuda. Nos da la impresión de que en «De profundis» nos señala que caer en el artificio del dolor puede resultar legítimo. En la obra se confirma la máxima de que tenemos que caer para poder subir, de que no se puede sublimar el alma sin pasar por una dura expiación. Noche oscura para un alma que necesita tiznarse con el tufo del infierno para encontrar las luces de su cielo.

No obstante, me atrevo a asegurar que la atención clara y consciente ante la infamia, frente a toda condición humana, puede otorgarnos una respiración saludable capaz de trascender el viejo dolor. Si allá adentro empuja la compunción, no se tratará de desestimarla, sino más bien de atenderla y respirarla sin juicio de valor. Es la idea del mal, de lo que una zona turbia de la mente certifica como impropio, lo que hace que el daño nos corroa la víscera y encrespe el sentimiento. La mente se corrompe cuando el ser humano no puede apreciar la simplicidad del acto, de lo que le pasa, sin la maldición que enturbia el pensamiento.

Sin condena no hay delito. Si no hay delito, no se necesita perdón. ¿Puede la simple atención otorgarnos una clara conciencia de lo que sucede, sin bochorno ni culpa? El mal queda olvidado como un charco bituminoso que no asiste a la mente. La gran humildad a la que apela Wilde puede contribuir a que respiremos la luz de la vida sin turbiedad. Es lo que en Oriente se denomina «nadidad», o el tránsito mental que nos procura una determinante desnudez. Atiende y sabrás.

En cualquier caso, si esta toma de conciencia a la que aludimos nos lleva a la permisividad, a la justificación que usa el personaje para no modificar sus conductas y sus ortopedias mentales, no será efectiva. Es aquí donde reside la trampa. Vivimos inmersos en una sociedad donde el culto al placer y a la comodidad se ha acentuado notablemente en la forma de entender la vida. Así pues, no podremos concebir la idea del sacrificio como oportuna. La atención consciente que proponemos es precisamente la que nos puede ayudar a trascender el hábito permisivo, la somnolencia que nubla el entendimiento y cerca la emoción.

Cualquier posibilidad de cambio requiere un sacrificio. El «sagrado oficio» que nos sugiere abandonar lo viejo para que pueda darse lo nuevo. Cuanto más elevado sea el objetivo, mayor dosis de renuncia comportará. Es la toma de conciencia la que favorecerá el útil discernimiento capaz de separar lo que es conveniente para el alma de aquello que no lo es. He dicho para el alma, y no tanto para ese Yo que suele interpretar lo que quiere y, supone, le conviene. Y será la voluntad la que nos brinde una posibilidad de cambio, cuando la mueve la clara convicción y no el arbitrio ambiguo que suele usar la incierta justificación.

Hoy en día la mayoría de sujetos creen que las cosas han de darse de forma espontánea, que al alma se le abrirá una puerta tarde o temprano, y que el uso de la voluntad es tan sólo para aquello que le es útil al Yo. El auto-engaño está servido. Desde mi punto de vista, una de las asignaturas principales de la vida es hacer nuestra voluntad consciente. Ella es la que nos permite evolucionar, soltar el mecanismo de todos aquellos hábitos que crean ignorancia e incertidumbre. Cuando una persona lo comprende, decide por efectivos cambios en su forma de pensar, sentir y actuar.

Tomar conciencia de cómo el concepto «zona de confort» afecta a todos los campos nos parece fundamental para aquellas personas que en verdad quieren atenderse y comprender.


Campo mental.- es el campo de las creencias. El sujeto toma sus ideas y consideraciones como un apoyo cardinal para su Yo. Así no estará dispuesto a abrir su mente a otras formas de pensamiento. La zona de confort mental usa el propio argumento como defensa personal y cualquier idea que pueda perturbar el clima donde se ensancha su propio criterio se apreciará como amenaza.

El sentido de lo que es oportuno se acrecienta y la persona, sin darse cuenta de ello, tenderá al dogma y a usar ese andamio psicológico en donde el Yo se siente cómodo. El arco del bien y del mal se dilata en la mente. Así pues, se juzga y se prejuzga sin dilación, ya que la idea sirve de continuo para que el sujeto se sienta confortable. Cuanta más inestabilidad personal, mayor será el uso de aquellos diagramas mentales que se convierten en monotemas, en soportes que se repiten una y otra vez en el pensamiento y en la expresión.


Campo emocional.- se desarrolla en el amplio perímetro de los afectos. La necesidad de cariño, de atención emotiva, fuerza al sujeto a identificarse en exceso con otros seres que mitiguen la penuria personal. Aparece pues una dependencia anímica que puede identificarse mediante concretos reclamos.

El reclamo emotivo no tiene que ser necesariamente explícito, ya que lo determinará la fuerza de la servidumbre a aquello que uno se siente ligado. Si la persona es compensada, convertirá al otro en una cataplasma anímica que mitiga en cierta medida la sensación de frustración, de soledad o de debilidad personal. La mayoría de las veces, sin conciencia, se reclamará cariño y atención. El sujeto podrá pues sentir la carencia como un pellizco interior, y buscará a ultranza esa serie de compensaciones que calmen la insuficiencia.

Los seres queridos —hijos, pareja, amigos o, incluso, animales de compañía— se convierten en ortopedias emocionales en las que nos apoyaremos según sea el desarrollo anímico del individuo. Una persona poco evolucionada tenderá a la identificación emotiva, y forzará la dependencia como recurso imprescindible para su vida.

El campo emocional se oxigena en la propia auto-estima, en la seguridad personal y en la capacidad de relacionarse ampliamente con muy diferentes tipos de personas. La debilidad anímica hace que el sujeto rechace de plano a aquellos con los que no puede volcar de forma efectiva su carencia. Tenderá pues a identificarse con un reducido tipo de personas y cada vez le costará más adaptarse a los que son diferentes o implican un ajuste emotivo concreto.

Diríamos que cuanta más hambre de estímulos y sensaciones, más ansiedad. Es una perturbación que alienta de continuo la sociedad hedonista en la cual vivimos. Asimismo, cuando aquellos estímulos que se precisan no llegan, la persona sufrirá una concreta angustia anímica. En consecuencia, la angustia la forzará el reclamo, la mayoría de las veces inconsciente, el apremio que solicita porque no se disfruta, porque no se tiene o uno piensa que no puede conseguir.


Campo vital.- se prolonga en las distintas necesidades energéticas que la especie determina. Podremos convertir el deporte en un sucedáneo, en un resarcimiento personal, tanto sea practicado o vivido como espectáculo. Si la inclinación es excesiva, se convertirá en un área confortable destinada a atenuar una cierta zozobra.

Las distintas formas de relación con los alimentos pueden convertirse en enfermizas, bien sea por defecto o por exceso. Nos parece verdaderamente significativo el hecho de que la debilidad personal, la baja auto-estima fuerza en muchas personas una relación melindrosa con lo que ingieren. De esta manera necesitarán aclimatar sus hábitos culinarios a la alteración vital que sufren. Por el contrario, la gula, la glotonería, podrá llevar al sujeto a una inclinación excesiva con todo tipo de alimentos, en los que podrá suplir inconscientemente carencias emocionales.

De igual manera sucederá con el apremio del sexo. Si la sexualidad no es una derivada natural del efecto, en la medida en que experimentamos una sexualidad compulsiva y pasional, podremos volcar en ella la sed instintiva que heredamos como animales. En este campo nos interesará definir la dependencia y compulsión que lleva al instinto primario a una necesidad relevante. En muchas ocasiones podrá convertirse en obsesiva, otras, marcada por la inclinación a experimentar sin ambages. A priori, el gozo que se ensaya puede parecer efectivo y útil, mas en la medida en que nos habituamos a este tipo de remedios compulsivos, el subconsciente suele llegar a percibir una cierta sensación de vacío y pérdida.


Campo físico.- la zona de confort que corresponde a este ámbito lo suelen determinar las posesiones. Por lo común se identifica la propia casa, el coche que usamos, la ropa que vestimos, el dinero, como una prolongación imprescindible del Yo. Nos consideraremos mucho en función de lo que tenemos y disfrutamos. Como es obvio, la subordinación a las cosas físicas presupone una cierta esclavitud, que se pone en evidencia cuando la vida nos propone prescindir de ellas.

La capacidad consciente de prescindir determina, sin lugar a dudas, la afirmación personal del individuo. Así pues, el sufrimiento que ocasiona la sensación de pérdida declara la madurez y el grado evolutivo de una persona y, asimismo, podrá estar relacionada con la propia muerte. Diríamos que aprender a prescindir es aprender a bien morir.

Las experiencias vitales que llevan a Oscar Wilde a una concluyente sensación de pérdida desnudan su alma y fuerzan su destino a una decisiva comprensión. Él toma conciencia de cómo las diferentes zonas de confort que ha experimentado no sólo lo han hecho vulnerable, sino que han diseñado la fatalidad, convirtiendo la existencia en turbia y desastrosa.

¿Tenemos que sucumbir al desastre para comprender el grado de infortunio que traza nuestro destino? La mayoría de sujetos no pueden apreciar un itinerario de vida hueco, mediocre, sometido a la necesidad, a las carencias personales, como infortunado. La educación ordinaria y los clichés mentales basados en el confort del Yo colisionan con lo que en verdad el alma humana requiere para evolucionar.

Cada pulsión que fuerza el dolor psíquico viene determinada por la no aceptación a aquello que sucede. Entendemos que el gran ajustador que puede trascender el infortunio es la conciencia, como la capacidad humana de atender al suceso y optar por no identificarse sensorialmente con él. Este resultado, sin lugar a dudas, requiere entrenamiento y, asimismo, apreciar el cerco relativo que envuelve a todo lo que nos pasa.

Indicamos aquí, aunque pueda parecer un tanto atrevido, que el ser humano evoluciona a través del sufrimiento o bien gracias al discernimiento que puede llegar a alcanzar. Discernir significa amplificar la mente más allá de las formas, establecer una visión suprema por encima de los fenómenos y el criterio ordinario que lleva a la psique a todo tipo de contrasentidos. Discernir implica diferenciar el lenguaje del Yo personal, proclive a esas zonas de confort que hemos señalado, del lenguaje del alma humana, que es intuitivo y permite al individuo alcanzar una perspectiva sagaz sobre su realidad.

Entender que el gimnasio psicológico y emocional que propone de continuo la vida está diseñado para la trascendencia, nos parece fundamental. Esto es precisamente lo que alcanza Wilde, en la medida en que despoja de su mente el peso de una realidad arbitraria que lo ha llevado a la desventura. La cuestión es que él vive el proceso a través de un vuelco trágico, muy sujeto a la atmósfera romántica que ha empañado su vida y llega a sofocar su personalidad.

En cualquier caso, su trance termina siendo oportuno. Nos parece magnífica la gran conclusión que le lleva a decir que el dolor del mundo lo forjan las manos del amor…Nos dice: «porque de ninguna otra manera podría el alma del hombre, para quien el mundo fue hecho, alcanzar la plena estatura de su perfección». Vislumbra la sabiduría que envuelve al Universo y reconoce que el estado de rebeldía que vive en la cárcel… «cierra los canales del alma, y apaga los aires del cielo».

Nos indica que el lugar de Cristo es el de un poeta mayúsculo que nos acerca la honda comprensión de que «todo lo que le sucede a uno le sucede a otro». ¿No sucede pues la aflicción y toda pesadumbre como un trance útil que nos puede llevar a la compasión? El poeta así lo siente, y llega a alcanzar la comprensión de que la capacidad de sentir al otro parte de uno mismo es la antesala del amor. La clave para lograr la amplitud del amor es la humildad, la tácita aceptación que termina por revelarnos el gran secreto de la vida. «Cristo despierta en nosotros, más que ningún otro en la historia, ese temperamento de asombro al que siempre apela el romance». Soporta sobre sus hombros el dolor del mundo, y llega a conciliar en su corazón la piedad y el terror, la absoluta pureza del protagonista trágico que eleva a una altura de arte romántico su abnegación. De esta manera el poeta, como el sabio o el visionario, transita por la vida entendiéndola como un laboratorio ventajoso para el desarrollo del alma; y concebirá la relación con los demás como oportunidades de crecimiento y superación. Dispone pues su conciencia al elevado proceso de la sublimación.

Wilde intuye que esa entrega absoluta esta bañada por el amor, y que sin el sufrimiento trágico que la envuelve no podría haberse hecho sublime. En consecuencia, sus experiencias vitales forman parte de una continua alquimia destinada a la trascendencia. Lo sabe porque su alma ha llegado a esa conclusión, la dulce redención con la que sueña alcanzar las puertas del cielo. Su cielo; la gloria que remata una vida de excesos y placeres con una corona de espinas. En la vida del Cristo el dolor y la belleza conviven un idilio sagrado que el poeta evoca como suyo. Él también necesita sentirse mártir, ser amado después de la muerte como un devoto amante y un lúcido poeta.

¿No es el desenlace de la cárcel una solución que procura su amor? ¿No es, en definitiva, el tránsito de la desdicha la rentable manera que elige la vida para alcanzar la gloria de Dios? Wilde así lo cree; así lo siente; así lo vive. Sin embargo, la clave que le proporciona la obra «Marius el epicúreo» es la de «contemplar el espectáculo de la vida con las emociones apropiadas». Será una sentencia bañada por un clamoroso contrasentido, pues de ninguna manera lo conseguirá.

Esta máxima implica no sólo aceptación, sino la mirada imparcial del testigo que no se implica en exceso con aquello que le pasa. Contrasentido para un alma atormentada, proclive a la desidia y a postrarse ante el santuario del dolor y la expiación. Si el Reino de Dios se encuentra sumido en el amor, el poeta nos informa que es gracias a un determinante desprendimiento cómo puede ser conquistado. Desprendimiento…. lo intuye, mas no llegará a considerar que el gran derrumbe que ha de darse en la mente es precisamente el automatismo del sufrimiento, esa espita siempre dispuesta a liberar el conflicto donde se instala la condición humana.

Si Baudelaire le gritó a Dios: «Oh Señor, dame la fuerza y el coraje que me permitan contemplar mi cuerpo y mi corazón sin repugnancia», lo hace desde la comprensión de que su mirada hacia el daño puede ser purificada. Recuerdo esa confidencia magnífica en la que el místico llega a experimentar el estado culminante de la iluminación. Fue un estado sublime que inundaba de luz, de paz y de amor su mente. Entonces, sin conciencia, echó mano de un pensamiento fugaz: «Señor, no soy digno de esto que a mí me está pasando…» y por ensalmo, aquel estado sublime dejó de asistirlo.

¿Podemos entender que la ordinaria controversia que usa la mente nubla lo eminente? ¿Cuál es en verdad nuestra naturaleza esencial, la del místico sumido en la unidad, o la del peregrino que sufre cada paso del camino y ha de desinfectar de continuo las llagas del juicio que frecuenta? Son los extremos de un mismo cordel, el cáñamo que forja la realidad humana. El oro fino de la sensibilidad, el gran discernimiento susceptible de liberar el alma de sus heridas es lo que puede otorgarnos esa cumbre, cuando la mente no duda ni se rinde al gris deseo.

La causa profunda del dolor humano es el deseo. Sea el deseo por obtener, o el deseo por dejar de vivir aquello que se experimenta. Wilde nos dice que para el artista, todo lo que está mudo está muerto. No obstante, para el místico es precisamente esa mudez del instinto primario, la suspensión del ordinario deseo lo que puede otorgarle la paz interior. El deseo hacia lo que no se acepta de la vida origina en el subconsciente humano la simiente espinosa del dolor. En consecuencia, la persona común no podrá prescindir del dolor, sencillamente porque no puede prescindir del deseo.

La realización ideal del ser humano es sumir su alma en la amplitud de Dios. El poeta nos lo presenta como una profecía, el desenfado y la frescura romántica en la que Cristo empleó su vida, la misma locura que permite a Don Quijote vencer todo tipo de entuertos que le lleven a Dulcinea (dulce ígnea), al dulce fuego del amor. En la realidad humana se manifiestan dos miradas diferentes hacia la vida, la del Quijote y la de Sancho, las dos caras que presenta el brillo romántico frente a lo vano y mundanal. Luz y sombra, placer y dolor, paz y conflicto, lo óptimo ante la fría compostura de lo pésimo. Y nos parece obvio entender que el hábito en la sombra, en el conflicto y en el dolor nos impedirá apreciar las luces que hay fuera de la cueva mental.

El filisteo carece de romanticismo y, por tanto, su imaginación queda empobrecida con las secuencias mecánicas y pesadas de lo mundano. Para apreciar el brillo estupendo de cada momento, sin juicio que lo perturbe, para tomar como espléndido todo lo que ocurre, la mente debe reparar en la gloria que impregna la vida. Y es así cómo la mirada se dulcifica, y las cosas dejan de apreciarse desde la óptica vulgar que convierte la mente en prosaica.

El recorrido de lo cómico a lo trágico, y de lo trágico a lo cómico, transcurre mediante una mente utilitaria. Es el Yo obtuso el que la precisa, simplemente porque tan sólo aprecia aquello que puede darle las ventajas de la complacencia. Así, valorará de continuo lo que le es útil para lo cotidiano, mas no alcanzará la visión de la gran aventura que precisa el alma.

Oscar Wilde dice en Dorian Gray que «los grandes pecados del mundo tienen lugar en el cerebro». Mas también ha de suceder con las grandes revelaciones. «Es en el cerebro donde la amapola es roja, donde la manzana es olorosa, donde la alondra canta...» y será en la mente donde la vida se completa y el ser humano puede alcanzar la plenitud y la perfección. Salir de la cueva de Platón lleva al individuo a elegir el resplandor de la vida, eliminar de sus hábitos inconscientes la penuria del «no ser», del «no tener» y del «no poder», para lograr experimentar la claridad que en esencia somos.

En esta dualidad fascinante en la que nos hayamos, todo ser humano es digno y a la vez indigno de ser amado. Será indigno para aquellos que alientan la idea del pecado y la culpa. Estos, entre los que se encuentra Wilde, necesitarán sin remedio la expiación y el arrepentimiento. Saberse manchado, precisar postrarse una y otra vez ante la sensación de insuficiencia, prófugo de la luz, sometido a la pretensión que niega la realidad y a las inclemencias del tiempo. Sin embargo, aquellos que aprecian cualquier condición humana como legítima, aquellos que en verdad trascienden los vericuetos del criterio, esa balanza del bien y del mal que enturbia la mente, todo, todo lo que existe y sucede será digno de ser amado.

En cualquier caso, el poeta venera la naturaleza sublime de Cristo, no sólo capaz de perdonarlo todo, sino también de asumirlo y amarlo. ¿Se puede asumir y amar lo abyecto de uno mismo? ¿Se puede asumir la vida sin funestos deseos y sin la lacra del delito? ¿Podemos como humanos saber y sentir que el violador, el ladrón, el asesino, el sátrapa… forman parte de nosotros, que toda chispa viviente pertenece a un magma unitotal, en el gran macrocosmos donde flotamos?

Si cada célula en nuestro interior se revelara y acometiera con denuedo la existencia de la que tiene al lado; si cada átomo deseara ser distinto a lo que es, y sintiera su función como despreciable, si, en definitiva, nuestro micrcocosmos humano experimentara la serie de desacuerdos que sufre su mente, nuestro organismo zozobraría en una enfermedad cercana a la extinción.

La diferencia entre el ignorante y el estúpido es que el ignorante no sabe, mas el estúpido cree saber lo que no sabe. Esta es la enfermedad que asola la psique humana: creer que somos en base a una limitada parcela de la realidad, el entorno donde las ideas siempre se disponen para establecer conflicto. La estupidez humana segrega de continuo el síntoma de la no aceptación, el arrebato que oponemos a la vida y plasma el gran trastorno. ¿Puede nuestra conciencia alcanzar una perspectiva unitotal, capaz de liberar el alma del circuito dual que nos sumerge en el dolor?

Wilde nos señala que «Cristo trató el éxito mundano como algo absolutamente despreciable. No veía nada en él. Consideraba la riqueza como un estorbo para el hombre. No quería oír que se sacrificara la vida a ningún sistema de pensamiento o moral». En «De profundis» necesita desmantelar el sistema de creencias que convierten en estupidez la existencia, tomando como referencia la figura del Cristo.

También nos dice: «Cristo mostró que sólo el espíritu tenía valor…. Él ve todas las influencias encantadoras de la vida como modos de luz: la imaginación misma es el mundo de la luz. El mundo está hecho por ella y, sin embargo, el mundo no puede entenderla: eso es porque la imaginación es simplemente una manifestación del amor, y es el amor y la capacidad para ello lo que distingue a un ser humano de otro». Si Cristo amaba al pecador, al que sufre, al ignorante o al estúpido, es porque desde su óptica espiritual podía percibir el estado ilusorio en el que el sujeto común se halla. El poeta lo sabe, presiente el mundo enfermizo que le toca vivir y anhela una concluyente redención de la mano del romance cristiano que en su tratado explica.

De todos modos, mantiene la idea de que hay que ir a la cárcel para comprenderlo, y que sin arrepentimiento no puede haber liberación. Su amanecer está sujeto al tránsito de la noche; su despertar al forcejeo cruel que obliga el pasado en su mente. Tiempo; su alma sometida al hilván del tiempo. Es la consigna trágica que alienta el subconsciente: «soy despreciable porque me ha pasado esto, y esto otro... por tanto soy en relación a mi pasado (segrego angustia vital), y en relación a mi futuro (segrego ansiedad)».

El castigo humano es conseguir aquello que el deseo quiere y usar la artimaña conveniente que lo proporcione. La gran vestidura del personaje se teje mediante sus deseos. Wilde comenta: «Es necesario, por supuesto, como decía el oráculo griego, conocerse a sí mismo: ese es el primer logro del conocimiento. Pero reconocer que el alma del hombre es incognoscible, es el último logro de la sabiduría. El último misterio es uno mismo. Cuando se ha pesado el sol en la balanza, y se han medido los pasos de la luna, y se han trazado los siete cielos estrella por estrella, todavía queda uno mismo. ¿Quién puede calcular la órbita de su propia alma?»

Cuando dice que «el verdadero objetivo del arte moderno no es la amplitud, sino la intensidad» está manifestando la inclinación morbosa de una sociedad en peligro. Es la intensidad de la sensación, la fuerza con la que alentamos el deseo lo que arruina al sujeto de hoy en día. El hambre emocional diseña de continuo lo virtual, y es así cómo el alma encalla y se ahoga. La amplitud, sin embargo, proporciona la dicha de la exaltación. La amplitud mental asume e integra, nos lleva a la otra cara del espejo, allá donde el Yo ordinario no encuentra espacio.

La necesidad expresiva en el artista puede brotar del campo de su dolor. Este es el caso del poeta cuando nos dice: «La expresión es tan necesaria para mí como las hojas y las flores para las ramas negras de los árboles». Él considera que la belleza que alcanza el arte es consecuencia del padecimiento. ¿Puede brotar la genialidad desde el mismo discernimiento, convertirse en una venturosa revelación, en el deleite que brota del estado glorioso de aquél que piensa, siente o crea? La experiencia de Wilde no es ésta. Como empuja de lleno su sufrimiento, se inclina a enmarcar el arte con la corona espinosa que lleve su alma a la tragedia. Será de esta forma que necesite un soplo de redención.

Exclama: «Somos los zánganos del dolor. Somos payasos con el corazón roto». En esta declaración pone en evidencia dos cuestiones fundamentales: la primera, el hábito psicológico de las personas débiles que convierten el sufrimiento en un asidero, porque sentirlo y expresarlo es para ellos un amparo. Se retroalimenta el dolor y la pobreza personal, sin disponer de una disposición saludable para trascenderlo. En consecuencia, el término «zángano» nos sugerirá una actitud irresponsable e insensata movida por la costumbre. Por otro lado, el concepto «payaso herido» nos viene a indicar la inclinación excéntrica y grotesca del fantoche que pone en evidencia su áspera forma de afrontar las situaciones de la vida.

En el instante en que el ser humano persigue el desenlace de la redención como un bálsamo piadoso que mitigue su dolor, sin saberlo, sujeta su psique al contorno de las paradojas. La paradoja de pretender ser desde la sensación funesta de no serlo. Entendemos aquí que la alquimia de la vida presupone el remate de la redención como un desenlace natural y espontáneo. Sucede en la medida en que la mente se purifica del acoso de la queja y de la culpa. Sucede según y cómo el alma destila una emoción óptima, cuando no dilata en las vísceras la angustia que contamina de continuo al Yo.

Asegura que las personas que desprecian sin piedad al que es diferente o al que transita en un ámbito paralelo de la existencia, viven carentes de imaginación. Lo afirma contemplando a aquellos que se burlan de él, como una forma de proyectar en ese juicio su amor propio; sin embargo, no puede considerar el hecho de que él mismo se desprecia sin piedad. Por tanto, también le faltaría la imaginación para verse con la dosis adecuada de clemencia y humildad, necesarias para sanar su alma. En realidad, más bien diría que carecerá de la conciencia imprescindible para no juzgarse y asumir la realidad.

Aunque da la razón a un amigo cuando lo declara inocente, víctima de un horrible complot, entiende que se lo merece. ¿Se lo merece? Considera que la vida, en su equitativa balanza, le ha llevado a este desenlace como consecuencia de una vida calamitosa. Una existencia repleta de placeres perversos, la actitud inconsciente que ha de convertirse en causa para el efecto de su trágico encierro. Señala: «el mártir en su “camisa de fuego” puede estar mirando el rostro de Dios». Lo podrá experimentar desde una mirada noble, mas también confundiendo la humildad con la humillación.

Wilde nos acerca en su obra una perspectiva sublime sobre la mirada que puede alcanzar un ser humano cultivado. Distingue a aquél que pretende ser héroe de su propia historia, del que se convierte en espectador de su tragedia. El protagonista sume su alma en un personaje ilusorio que instiga de continuo su amor propio. Es la ilusión del humano común que atiende a la vida a tenor de criterios que usa de forma mecánica para sentirse bien consigo mismo.

El espectador contempla sin juicios. El poeta certifica: «descree de todo, incluso de sí mismo, y sin embargo su duda no le ayuda, pues no proviene del escepticismo sino de una voluntad dividida». ¿No es acaso la voluntad dividida del que se mueve entre la endeble linde del bien y del mal, el motivo cardinal de la tragedia que al poeta esclaviza? Por mucho que él contemple desde esa atalaya escéptica, no podrá sustraer su alma del dolor. Y no lo hará porque no alcanza la mirada limpia de veredictos, aquélla que puede percibir todo lo que pasa como oportuno y cabal.

La querella es de la mente. El discurso que parlotea de continuo, buscando certificaciones y testimonios que justifiquen los pormenores de la existencia, de un Yo carente y apresado. Todo ser humano busca emociones apropiadas que lo acerquen a la felicidad. Y la del personaje trágico, si bien se convierte para Wilde en una cataplasma destinada a mitigar su sufrimiento, no le será después de todo oportuna. Todos nosotros deberíamos de hacernos sinceramente esa gran pregunta: ¿Qué tipo de emociones elijo para amortiguar el viejo dolor? ¿Son en verdad oportunas? Por lo común, trampas, señuelos de la mente que tejen el manto de la ilusión. No obstante, declarará: «En la sublimidad del alma no hay contagio».

Cuando una persona comprende la vida como un campo de pruebas, cuando aprecia los fenómenos como efímeros, alcanza la mirada lúcida del testigo. Asistir para contemplar, usar una respiración sosegada que deslinda en la psique lo aparente de lo esencial.

El camino de retorno lo emprende un peregrino que anhela Ser. Cada paso nos sugiere trascender la sed instintiva y pasional del animal acorralado, cada huella lleva al caminante a desprenderse de la vieja rémora, aunque, como lo necesita el poeta, deba llorar en silencio sin ser molestado.

Una lágrima que resulta del saber. La intuición que liga cada efecto con su causa, que proporciona una serenidad susceptible de ser experimentada sobre cualquier circunstancia, por muy severa que sea.

La sugestión en la que la mayoría de personas se sienten atrapadas deriva de un inconsciente colectivo inclinado al padecimiento. Sufrir por no ser, por no tener, por no pertenecer… las lacras que habitualmente nos afectan y, a la vez, nos imantan. Por consiguiente, aunque no lleguemos a apreciarlo del todo, la energía que compartimos como grupo (egregor) trepida contaminada, afectando notablemente a nuestra personalidad.

En este orden de cosas, los patrones psíquicos que compartimos no siempre derivan de la educación o de la mera conducta. Por lo común nos conmueve un inconsciente colectivo repleto de significados oscuros, de clichés aprendidos que afectan de continuo al alma humana. Un individuo podrá creer que piensa por él mismo, que es autónomo en su forma de expresarse y reaccionar, sin tener una clara conciencia de esa fuerza descontrolada que lo impulsará y derivará de la densidad grupal en donde se mueve.

La fuerza del padecimiento por aquello que no aceptamos pulula por doquier. Ondas expansivas que impactan en la psique y que de continuo proclama la sociedad en la que estamos inmersos. Esto es como decir que muy pocos sujetos son en verdad conscientes de las pautas que los perturban o de la energía que impulsa su reacción.

El patrón común lo establece el argumento, aquello que pasa; y la persona, cuanto más primaria es, más se identificará con él. Sus manifestaciones serán más viscerales, y se moverá en base al impulso instintivo y a la agitación de su Yo. De esta manera la personalidad se expresará de forma aturdida, mecánica, muy subordinada a la influencia del grupo y a los modelos automáticos que maneja su inconsciente.

Wilde, en todo momento, arrastra la traba social —y asimismo religiosa— del pecado y la culpa. Se convertirá en una tara inconsciente con la que menoscabar su identidad e inclinar su talante hacia el abatimiento. ¿Cómo percatarse de la atmósfera turbia que nos intoxica, de esta marejada emocional que funciona a través del dispositivo elemental de la acción y reacción? ¿Cómo superar el resorte automático que fuerza nuestro amor propio y que supone una rémora negativa para el Yo?

Cuando la atención hacia aquello que sucede la estimula el testigo, experimenta un deslindamiento consciente y una respiración estable que, al tiempo, asume el acontecimiento. Observo, comprendo y asumo. De esta forma podremos modificar el mecanismo defectuoso estímulo, modelo, respuesta, en donde solemos implicar dosis de padecimiento y perturbación. Nosotros entendemos el «amor propio» como un percance que sufre el Yo ante lo que supone como adverso. Ligado al orgullo, es mecanismo reactivo y díscolo. En consecuencia, presupone afectación.

Si se atiende y respira cada circunstancia sin empañar la sensación, sin usar una identificación parcial con lo que nos pasa, el campo emocional no se turba, y la respuesta terminará por ser ecuánime. A mayor identificación, mayor perturbación. Observar la inclinación de la mente hacia el sometimiento será imprescindible, para poder distinguir lo que es esencial de aquello que es fatuo y aparente.

El testigo alcanza el dominio sobre la existencia cuando es capaz de mantener estable su centro emocional. Modifica sus biorritmos internos y la serenidad llega a establecerse de forma habitual en el comportamiento. Es de esta forma cómo puede experimentarse la apoteosis. Esta palabra de origen griego significa alcanzar la singularidad de lo divino. El prefijo «apo» nos señala la idea de intensidad, «theo» corresponde al sentido de lo divino, de Dios, mientras que el sufijo «osis» significará formación, plasmación.

En consecuencia, la apoteosis puede suceder como una experiencia anímica que llega, adviene al individuo según su capacidad de control e independencia con los episodios por los que pasa. A diferencia del camino del juicio permanente y de alentar el sentido trágico de la vida, podríamos apreciar otra posibilidad: el sendero que logra la apoteosis de uno mismo, en la medida en que se advierte con ecuanimidad la existencia manifiesta.

Wilde indica: «Cada ser humano debe ser el cumplimiento de una profecía. Porque cada ser humano debe ser la realización de un ideal, o en la mente de Dios o en la mente del hombre». El ideal de la plenitud; el objetivo último de la libertad… palabras que tan sólo pueden fermentar su hondo significado a través de la emoción. El poeta cree que es el pálpito que suscita el arte el que puede otorgarle el sublime propósito. Su alma disponible para la exaltación trágica, y el ideal como un logro que se alcanza con el semblante desfigurado por el padecimiento. Convierte a Cristo en ese baluarte, y elige cocer la miseria humana a fuego lento, para una depuración sacrificada y noble.

Nos señala que «la imaginación es la luz del mundo… todas las cosas suceden a través de ella y, sin embargo, el mundo no la comprende, porque la imaginación no es sino una manifestación del Amor». Al tenor de lo expuesto, me pregunto: ¿puede la imaginación humana abstraerse de las condiciones formales de la vida? Amor… es la fascinación psicológica la que nos separa del verdadero sentido del Amor. Eso que se llama «pecado» es en realidad la consecuencia del desamor, la falta de imaginación que nos atrapa en el hilván del tiempo. El amor propio, la culpa, el apego, el miedo, la rabia… secuencias del desamor humano que nos asaltan de continuo y dejan la mente seca de esa imaginación que el poeta evoca.

El telar de la vida lo componen las hilanderas del placer y del dolor. Ellas van tejiendo hilos de muy variada naturaleza para que la emoción, en definitiva, de vigor a cada costura, trazos destinados a curtir el alma. Sin embargo, cuando una persona luce en su mente una elevada conciencia, las hilanderas dejan a un lado su acostumbrada labor para tomar del cesto de la luz un hilo especial que recubre el alma con todo su esplendor. Baste esta metáfora para llegar a entender que la gran perspectiva que otorga la atención impasible sobre cualquier fenómeno, deja de lado el trance que nos lleva del sufrimiento a la satisfacción ordinaria. Y es aquí donde surge de una mente elevada la experiencia extraordinaria de Ser.

No puede suceder desde la necesidad ideal, porque llega como una consecuencia natural de la no identificación. La cárcel para el poeta, sea la física o bien la que sufre su alma, es el resultado de la identificación con las apariencias de la vida. Y esto nos parece extensible a todo ser humano, prisionero sin conciencia en aquello que le pasa.

La conciencia no sólo puede otorgarnos la capacidad de liberarnos de la esclavitud de la forma, sino también del personaje que usa de forma maquinal el juicio de valor bien sea positivo o negativo— con el que la mente se fascina. La tortura del poeta es la del personaje que, sin comprensión, viste. Lo sumirá en un permanente estado de lucha contra la vida y contra sí mismo.

Anhela volver al principio de todo, apreciar lo genuino, descorrer el velo de la torturada mente para, al fin, encontrar la gloria de la inocencia original: «Estoy seguro de que en las fuerzas elementales hay purificación, y quiero volver a ellas y vivir en su presencia». Y si llega a comprender en su fría celda que todas las formas manifiestas, por muy bellas que nos parezcan, vibran y se revelan a este lado del espejo, que tras todos los contornos que perfila el mundo siempre nos espera la grandeza del espíritu, es porque a pesar de todo, Oscar Wilde, mientras escribía «De profundis», estaba preparándose para la muerte.


(Capítulo del libro «Al otro lado del espejo» de Antonio Carranza. P.V.P.- 15 €)


Email.- antonio@idiconciencia.es



¡Qué todos los seres sean felices!


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