LA DUALIDAD DE LOS TEMPERAMENTOS:
Ánimus (masculino) – Ánima (femenino)
¿Por qué el tornillo es impetuoso? Observemos el carácter del tornillo, su propia idiosincrasia. Es un utensilio destinado a incidir, a acceder a algo que le permita asiento y un oportuno anclaje con el que poder encontrar su propia dignidad. Esta condición natural lo lleva a una permanente conquista, lo que impedirá al tornillo sentirse relajado si no obtiene y captura. Por ello su estructura cilíndrica busca traspasar el tráfico de aires que impele la vida, generando en su interior una cierta ansiedad por llegar e infiltrarse.

La cuestión cardinal que mantiene al tornillo en una continua zozobra es que cuanto más se infiltra, menos consigue desgarrar el velo del horizonte. Él aprecia como oportunas muchas de sus relaciones, mas en su trayectoria mantiene con suma determinación una sola dirección, que termina por colisionar con las que llevan los demás. Estos continuos tropiezos llevan al tornillo a dos posibilidades extremas: o bien se hace intolerante y díscolo, alzando con altivez su anillo torneado, o bien desmorona su talante, sintiéndose frágil y adquiriendo la estúpida aprehensión de que su cilindro no adquiere norte ni objetivos claros.
El tornillo se acalora con facilidad. Por lo común, necesita envarar sus estrías ante los demás utensilios para sentirse próspero. Y se dice una y otra vez: «yo puedo; te perforaré tarde o temprano, no te quepa la menor duda». Propende a la provocación, a la competencia y se compara constantemente ante los demás convirtiendo esta costumbre en un reto. Esto le lleva a un cierto delirio, con el que prueba una y otra vez su calibre, embistiendo a tuercas diversas e, incluso, a otros tornillos con los que rivalizar. De esta manera en su desplazamiento suele no encontrar un firme acomodo.
Es significativo comprobar que ante otro tornillo se muestra de una manera diferente a como lo hace frente a una tuerca. Y si ambos tornillos se sienten atraídos por un inusitado vano, tontean de una manera extravagante, acicalan sus rulos laminados y se vigorizan, creyendo que la tuerca los examina y coteja. Una impronta no resuelta que con petulancia una y otra vez les provoca.
Como su cabeza es monumental en proporción a su propio cilindro, suele atender de forma torcida y obtusa. Esto es como decir que cuando algo se le atraviesa entre ceja y ceja, no es capaz de apreciar lo que envuelve a la situación, por lo que se convierte en un ser compulsivo que funciona fundamentalmente desde el instinto a considerar de forma continua a su Yo, al anclaje y a la penetración.
Si en verdad la maniobra que lo liga a una tuerca ha alcanzado para él una cota de satisfacción, el tornillo suele aletargarse, soltando al fin su engreída silueta, amodorrándose en un acomodo simple que no admite sensiblerías. Esta imprevista ausencia a la tuerca la desespera, pues pone en evidencia la falta de tacto y sensibilidad del tornillo. A ella le gustaría algo más: un no sé qué de consuelo y complicidad, llegar por un pasadizo secreto a una burbuja donde sentirse acoplada a un espacio fascinante que se abre en el suspiro. Esto al tornillo le parece una soberana bobería. Él es más práctico y menos sideral.
El tornillo cree que es inteligente. Es más: suele auto-engañarse pensando que es su virtud más sobresaliente. Y os preguntaréis: ¿por qué le pasa esto? Pues sencillamente porque de tanto extraer conclusiones sobre el movimiento de otros tornillos, de tanto cuestionarse su forma de abordar a tuercas diversas, ha llegado a establecer criterios inamovibles que le vigorizan y le otorgan una pose petulante y soberbia. A la mayoría de las tuercas, esta postura concluyente que emite una cierta seguridad las fascina. Porque ellas necesitan que den vigor a su desvalido vano, y terminan por sentir como enigmáticas y bienhechoras las sugerencias del tornillo. Luego se dan cuenta del error y se lamentan, muchas veces con el vano roto y desairado.
El gran contrasentido que hace que el tornillo de vueltas y vueltas en torno a sí mismo es que, aunque no aprecia, quiere convencer a los demás que en verdad distingue y comprende. Así se hace presuntuoso, exaltado a la hora de pronunciarse, usando ademanes entusiastas que buscan el aplauso de aquellos que lo acompañan en su merodeo. De esta forma nunca está dispuesto a que lo pongan mirando a Lebrija, que es como decir a que le marquen el paso o le indiquen lo que ha de hacer. Si esto sucede el tornillo se enfurece; y si además es una tuerca la que pretende orientar su itinerario... su frío juicio pasa del tono metálico de siempre a un incendio hiriente. Aunque hoy en día la mayoría lo sufren por dentro, dilatando con rabia sus cilindros, siempre a punto de detonar.
Por todo lo dicho, el tornillo es un tubo enroscado que se alza petulante ante el mundo, buscando un remanso donde desleír su propia arrogancia. Es propenso a la ansiedad, por lo que suele experimentar con rabia aquello que no casa con sus expectativas.
¿Por qué la tuerca tiene miedo? Observamos en principio el carácter de la tuerca. Ella es un vano, un hueco abierto a la intemperie. Por ella pasa sin dificultad la vida y el aliento, por lo que este continuo tráfico de aires en busca de renovación, la hace propensa al temblor y a una cierta aprehensión que, desde que la forjaron, estableció la sensación de sentirse desprotegida y desnuda frente al mundo. La tuerca suele tener frío, por lo que un simple rayito de sol la estremece y conforta. La sonrisa de la tuerca es franca, mas sus labios se encallan fácilmente en el óvalo metálico que la cerca; esto la sume, sin que llegue a darse cuenta de ello, en el asombro y en la estupefacción.
La tuerca tiene un gran inconveniente que deteriora y anula sus posibilidades de girar y sentirse libre, y es la devoción a la espera. Por ello, suele afectarse fácilmente cuando no sucede lo que quiere. Como en su borde le perfilaron al nacer unos surcos clandestinos propensos a ser enroscados, se pasa la vida ensoñando posibles encuentros, sin que la simple sensación de ser por ella misma alcance sentido. Espera y espera; ensueña, tantea escrupulosa todas las posibilidades, contrasta pusilánime, lo que le lleva, en definitiva, a la duda y al lamento.
Suspira a caudales y tiene por costumbre abrir su talante vanidoso a todos los objetos que terminan en punta o alcanzan visos de penetración. Se arroba con asiduidad cuando ve venir hacia ella cualquier objeto luminoso, mas si la cosa en cuestión gira con la pretensión de acoplarse a todo su vano, el asombro adquiere tintes fascinantes. Se aturde, se atolondra, disimula, ya que no puede declarar abiertamente su hambre de tornillo. Su arrebato es silencioso y precavido. En el mundo de las tuercas mostrar su agujero disponible está mal visto. Por lo tanto, suspira, y le encanta aplazar lo más posible esa demora con la que mide escrupulosa las intenciones del tornillo.
A la tuerca no hay cosa que más le agrade que sentir que al tornillo le acompaña en su ímpetu una grasa lánguida de cariño y adulación. En el fondo, aunque ella valora el arrojo fogoso del objeto, quiere manejar el encuentro a su antojo. Mientras, se retuerce y titubea. Es aquí donde su instinto la hace recelosa, cada vez que el tornillo se encabrita o pretende encajar a su manera. Surge inopinadamente en la tuerca un cierto mecanismo de defensa, pues aunque no sabe del todo lo que en verdad quiere, al menos si sabe que desea al tornillo adjunto y subordinado, y que su control depende muy mucho de su vano. Así aprendió a definir zonas de seguridad, aspavientos inconscientes mediante los cuales utiliza con maestría las diferentes muecas que justifican sus apuros y la sumen en una cierta vaguedad mental.
La tuerca no sabe que su tendencia a sentirse usada y no atendida la desprotege cada vez más. A ella le aterra la sumisión y, sobre todo, verse atornillada sin retorno, con la sensación de que la libertad que antes experimentaba ya no sucede. Desconfía. Esa constante mirada a su alrededor, ese desafío, contribuye a que le importe sobremanera lo que los demás lleguen a pensar de ella. Mira al cielo para saber de su reflejo, y duda de su rebolonda figura, temiendo que algún día se le estropee el brillo metálico y desfallezca.
La tuerca, pues, tiende al sarcasmo y a la defensa personal, dispositivos que le sirven para acallar el miedo. Como su talante seductor forma parte de su propia idiosincrasia, ha desarrollado una habilidad singular para embaucar, como la que no quiere la cosa, dejando que la luz se derrame a chorros por su gran órbita. Nunca sospechó la tuerca que esta pose fatua la debilitaría tanto. Más que preguntarse quién soy yo, hacia dónde giro, la tuerca se pregunta quién puede disminuirme, o bien quién se dispone a encajar tiernamente conmigo. Como ustedes comprenderán, el hábito que la lleva a mendigar cariño y una cierta consideración, llevan a la tuerca a una habitual sensación de recelo.
Ella sabe que múltiples tornillos buscan agujero donde poder gozar y reposar, por lo que se muestra en ocasiones receptiva y disponible. Sin embargo, gradúa escrupulosamente el encuentro, pues sospecha que en él puede haber un cierto vasallaje que termine por humillarla. Usa la insana costumbre de soliviantar aquel descanso, cuestionando los «porqués» y los «cómos», sin poder experimentar de forma natural el acto simple. En consecuencia, la tuerca se piensa a sí misma demasiado, y es por esto que necesita hablar mucho sobre los efectos de la vida y sobre sus emociones. Cuando siente que el tornillo no la valora, o bien la escucha sin interés, sufre y termina por crear una culpa extraña. Este hábito dañino que se retuerce contra su propio agujero, le impide entender que la idiosincrasia del tornillo forma parte de su gran entrenamiento.
Por todo lo dicho, la tuerca es un vano abierto a la intemperie propenso al amor propio herido, a la afectación y al miedo.
Si el tornillo aprende a respirar, liberando con ello su alta temperatura, podrá orientarse con paso firme y acceder de forma precisa al vano que lo espera. En esta coordenada habrá de trazar su movimiento sin ansiedad, sin las torpes insinuaciones que acomete su mente. Si la tuerca aprende a fluir podrá liberarse de la angustia que nubla su corazón, desplegar saludablemente su continente, desprendiéndose del miedo a aquello que pueda entrar o salir por su desabrigado vano.
De esta manera, una tuerca y un tornillo pueden acoplarse con luz y dignidad, en la medida en que uno integra la naturaleza del otro, sintiéndose unidos en un encuentro que llegue a conciliar sus temperamentos. Así la tuerca sublima su desesperanza, convirtiéndola en tonificante aliento; y es así cómo el tornillo puede sublimar su agitación, transformándola en serenidad y sosiego.
(Fragmento del libro «Resplandor y brisa» de Antonio Carranza. P.V.P.- 15 €)
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