Por Antonio Carranza
Heráclito de Éfeso (535 a.C.) nos acerca la célebre frase de que «nadie se puede bañar dos veces en el mismo río». Uno de los pilares fundamentales de su doctrina atiende al flujo universal de la vida, en el que todos participamos. En verdad este aforismo rezaba en su aspecto original de la siguiente forma: «En los mismos ríos entramos y no entramos, (pues) somos y no somos (los mismos)».
Es fácil comprender el sentido perecedero de las cosas y, a su vez, de la serie de anécdotas y condiciones que marcan la existencia. Todos los seres transitamos por un bucle sumido en la relatividad al que denominamos tiempo. La coordenada del tiempo, al no ser lineal, sucede dentro de la espiral de la construcción y de la extinción, por lo que estamos sujetos a la transitoriedad de los fenómenos y de las sensaciones.
Este es el tejido del ensueño que los orientales denominan maya, la corriente de la ilusión temporal que sirve de laboratorio al alma humana para evolucionar. Sin embargo, cuando una persona le rinde demasiada importancia al fenómeno, a lo que sucede ahí afuera, está, sin saberlo, alentando la condición. Diríamos que beneficia en mayor medida la ilusión, y de esta forma vigoriza la ondulación del tiempo. El ser humano común tiende a darle demasiado peso a la idea y al suceso que experimenta; considera pues los acontecimientos como absolutos y perennes. De esta forma volcará su mente a lo sucedido (al eco turbio del pasado) y a aquello que ha de acontecer (como el susurro incierto del futuro). No apreciará el presente como su realidad esencial y, sin saberlo, alentará de continuo angustia y ansiedad, convirtiendo su mente en una fabrica de tiempo.
Cuando un individuo llega a liberarse de la trampa ilusa a la que rinde culto su personaje, está soltando la atadura del tiempo. Esto implica una capacidad de relativización que nos puede hacer salir, incluso, del río de la vida.
En consecuencia, la gravedad que le otorgamos al fenómeno, el juicio de valor que empleamos frente a todo lo que nos pasa, define sin lugar a dudas el proceso evolutivo del alma. Si una persona suele emplear una mecánica resistencia a lo que sucede, se baña con el barro untuoso del samsara (término sanscrito que define la rueda de la existencia en donde todos estamos inmersos, precursora del tiempo). La cuestión es no se dará cuenta de cómo psíquicamente patrocina la condición.
En el taller de despersonalización que en nuestro Instituto vivimos se propone a los alumnos desmontar el personaje. De esta manera no sólo podrán deliberar sobre la idea contraria a lo que suelen pensar, sino que vestirán y representarán diferentes personajes distintos a los que usualmente viven. Romper el andamio mental donde el Yo se apoya nos parece fundamental, para que el agua emocional transite adecuadamente en el río de la vida.
Hay personas que, sin conciencia, se apoyan en exceso en sus propias consideraciones. Suele suceder desde la necesidad de afirmar su Yo-idea ante los demás, un hábito en el que será educado y pondrá en evidencia su carencia personal en la expresión. De esta manera la rigidez mental y el cliché de la propia imagen se robustecen, dañando notablemente al alma.
Heráclito a su vez nos dice: «Todo surge conforme a medida y conforme a medida se extingue». El filósofo griego insiste en dar a entender la transitoriedad de la vida, como asimismo lo hace la doctrina budista, cuando usa el sonido del viento para hacer posible la fugacidad en la mente.
La cuestión cardinal es que en el escenario de la vida se presentan situaciones que las solemos experimentar con una carga emotiva y con una identificación psíquica excesiva. Esto hace que la persona se identifique con la anécdota, bañándose una y otra vez en la misma corriente ilusa a la que le rinde sumisión. El pensamiento se diseña según el marco limitado en donde fluctúa cada apreciación. Así el Yo agita su énfasis, muy necesitado de refuerzos emotivos que, sin darse cuenta, demanda en cada historieta que ensaya.
La psique humana se dispone para avivar la sensación de pérdida y de ganancia, y el pensamiento se convierte en un mecanismo comparativo, unas veces desde el valor ya experimentado, otras en función de lo que podemos obtener o perder. Creemos que nos bañamos una y otra vez en el mismo río, repitiendo los mismos clichés egoicos, emitiendo los mismos juicios de valor, reaccionando desde el mismo pellizco emocional, rebotes que repercuten en una identidad pobre y dañada. ¡Y no nos damos cuenta!
La vida se compone de una serie de viñetas concatenadas que pasan y pasan, según la órbita incesante del samsara. Este se dispone con un firme propósito: dejar una huella en el subconsciente (el depósito del alma humana) para favorecer la evolución. El equívoco consiste en que el sujeto percibe el acontecimiento como un valor por sí mismo, y no se da cuenta de que lo verdaderamente útil es la huella emotiva que deja en el subconsciente.
El Yo está programado para la identificación; como lo está para volcar en todo tipo de situaciones pasajeras una carga emotiva que lo daña. De esta manera oscila como un títere en el péndulo que lo lleva de la fascinación a la frustración. Esta compensación virtual es aprendida desde edades tempranas, instalando la psique en el sueño irreal que empaña la existencia.
La paradoja que planteamos en esta reflexión, es que para salir de la mecánica del samsara (de la eterna ilusión) sólo existe un camino: advertir nítidamente la transitoriedad de las cosas. Cuando un individuo aprecia que todo es pasajero, que es su Yo condicionado el que le da una importancia capital al juicio de valor o al acontecimiento, se disipa el relieve de la auto-importancia y de la necesidad de identificarse con lo que pasa.
Será más ventajoso para el alma beber un sorbo del veneno, sin reactividad mental, que el juicio determinante y sedicioso donde se empaña la psique frente a lo que consideramos como malo. Hablo aquí de salud para el alma humana, no de la fuerza moral con la que el Yo patrocina su razón. La pujanza excesiva del criterio enferma al alma. De seguro, algunas personas que lean esto no podrán consentir, asumir la ponzoña que la existencia les proporciona. Empaparse de la miseria humana, de la lepra, de la incertidumbre que agota al alma. Asumir incluso la sinrazón, el defecto y la propia contradicción. Quizás lo eminente sucede como un desenlace natural cuando se integra lo que para la razón es contrario.
Esta cuestión se nos revela de forma ejemplar en un relato hindú, que cuenta la historia de dos monjes orientales que caminaban en peregrinación. Al llegar a un río que tenían que cruzar, una mujer les pidió ayuda para atravesarlo. Estos monjes pertenecían a una orden que les prohibía tocar a ninguna mujer; sin embargo, uno de ellos cogió a la mujer en brazos y cruzó el río. Los dos monjes siguieron su camino. Tres horas después, por fin, uno de los monjes le dijo al otro: «¿Sabes? Has hecho algo terriblemente incorrecto: has cogido a esa mujer y la has llevado encima para cruzar el río». El otro monje contestó: «Yo llevé encima a la mujer mientras crucé el río y la dejé al otro lado de la orilla. Tú aún la llevas encima.»
Cuando la mente se apega en demasía a ideas y conceptos, hay ausencia de equilibrio. La excesiva identificación nos impide vivir de forma armoniosa, ya que ella nos hace dependientes, incluso, de formulas espirituales. La moral en ocasiones se convierte en un filtro obtuso que impide el libre fluir del alma.
La evolución del alma humana requiere de esta perspectiva. Así el observador comprende que las aguas de la vida en las que se baña van de paso. Será un entrenamiento que permite hacer pasiva la propia personalidad. Esto significa que al darse cuenta de la transitoriedad de la existencia, no involucra excesivamente su Yo en ella. Se baña en el río sin una carga emocional que lo suma en el delirio del juicio lapidario con el que empobrece la realidad.
La identificación excesiva a la idea es el motivo cardinal del dolor y de la enfermedad. Aprender a observar las cosas, situaciones y pensamientos como pasajeros, favorece una perspectiva útil para que se den los sucesivos estados de conciencia en donde el alma humana pueda progresar. Diremos que al alma humana no le interesa en absoluto lo que pasa, sino la huella emotiva que ha dejado el suceso. Como es fácil de entender, cuanto más alimentemos la identificación con lo que ocurre, más atrapados estaremos en el ensueño. La perspectiva focal puede presentarse en cada situación, una vez que dejamos de alentar la identificación y de chapotear en el agua del río sin comprensión sobre lo que en verdad importa.
Todos los problemas psicológicos que presenta el ser humano derivan de esta tendencia a identificarnos en exceso con el río de la vida. No hemos sido educados para apreciar la transitoriedad de las cosas. En el momento en que un sujeto aprende a RELATIVIZAR aquello que piensa y le pasa, a prescindir de la importancia personal, de los atributos y hábitos mentales en los que ampara su Yo-experiencia, advierte la fugacidad. El ejercicio práctico consistiría en darnos cuenta de cómo un sector mecánico de nosotros mismos le concede una excesiva importancia al suceso.
Sí el sujeto no puede atender su talante, si persiste en justificar su costumbre reactiva, el artilugio mental de involucrarse en exceso y establecer litigios con la vida, aún no está preparado para ser libre y consciente. Será en función de lo que pasa y no podrá advertirse como espectador del fluido del río. Diríamos con Heráclito: «Todo pasa; nada es permanente; aprende a relativizar tu imagen y tu anécdota, a ser en la fugacidad. En eso consiste la prudencia, la discreción y el miramiento eficiente, la vereda que nos puede conducir a una genuina estabilidad».
Abordamos una serie de principios básicos para toda persona que le interese comprender: definir claramente el porqué de la existencia. ¿Para qué estamos aquí? ¿Qué comporta cada situación y cada relación por la que pasamos? Y tal y como se cuestionaba Gautama el Budha: ¿Cuál es el sentido del sufrimiento? Partimos de conceptos fundamentales:
— La vida es un campo de pruebas, un gimnasio psicológico y emocional destinado a la evolución del alma humana. Quiere decirse que cada experiencia sucede para un cabal entrenamiento.
— Es en la dualidad, en el permanente contraste al que está sometida la psique, donde se produce el adiestramiento, como proceso de vuelta a casa, de reencontrarnos con la unidad auto-consciente desde la que partimos.
— El sentido cardinal de la escuela de la vida consiste en conciliar dos lenguajes fundamentales: el que denominamos «Yo personal» (identidad propia) y aquél que atañe al «alma humana» (lenguaje de nuestros estados de ánimo, el que corresponde al campo de las emociones). Ambos aspectos de todo individuo se conforman, maduran y están destinados a conciliarse.
— El agente conciliador de ambos aspectos es la conciencia. La definimos como la capacidad de darnos cuenta de cómo funcionan las cosas: la propia existencia, lo que nos atañe personal y energéticamente y nuestra relación con los demás.
— Toda persona transita por un itinerario evolutivo que guarda relación con su mónada, esto es: la chispa anímica que experimenta y se desarrolla en todos los reinos de la naturaleza (mineral, vegetal, animal y humano). Es mediante el libre albedrío humano cómo podemos hacer y construir. El resultado que define la actitud nos ayuda a tomar conciencia de nuestras limitaciones y condiciones… rasgos y taras que arrastramos de vida en vida.
— El gran agente que se nos destina para ese preciso entrenamiento en la vida es lo que denominamos «Ego». Indicar que desde nuestra forma de entenderlo es una energía adquirida, no esencial, que se incorpora a la psique y genera en la personalidad muy diferentes alteraciones. El «Ego» se nutre de las carencias que arrastra toda persona, afectando a sus diferentes estados de ánimo. Atender a los parámetros de la conducta y del talante mental será imprescindible para comprender el diseño que infringe el «Ego» a nuestra psique.
— El individuo que comprende esta polaridad entre el «Ego» (sombra y enfermedad) y la Conciencia (claridad y salud), puede tomar partido en su capacidad de observación. Es la voluntad, cuando se hace consciente, la que nos lleva a trascender la inclinación mimética hacia el «Ego». Nos parece importante comprender las leyes que nos sujetan y condicionan, pues ese conocimiento nos puede ayudar a trascenderlas. (Ver nuestro anterior tratado «La balanza dorada, estudio de las leyes que nos gobiernan»).
— Existen métodos precisos mediante los cuales el individuo que alcanza un anhelo de superación, una comprensión cabal del camino, puede transformarse a sí mismo, modificar sus hábitos negativos en los centros de la máquina humana, a saber: intelectual, emocional, motor, instintivo y sexual.
— En este mundo que nos toca vivir hemos de definir como seres humanos una clara relación entre las intenciones y los objetivos. De la misma manera que un niño adquiere la intención de casar con sus manos una pieza del puzzle con el que juega, por poner un ejemplo, cada experiencia requiere un concreto casamiento, un resultado que puede convertirse en oportuno y saludable.
— Tal y como consideraban antiguas culturas por las que ha pasado la humanidad, hay diferentes aspectos de la salud: física, vital, emocional y metal. El principio cardinal de la salud humana reside en la conciencia. Cuando se canaliza oportunamente afecta a todos los campos. Esto quiere decir que somos responsables de nuestra salud, pues ella sucede como derivada de la energía que movemos. En consecuencia, una persona que aprende y elige vibrar saludablemente en sus centros podrá con mayor capacidad hacerse dueño de su destino.
— La clave genérica de este tránsito es la siguiente:
ATENCIÓN – COMPRENSIÓN – CONCIENCIA – COMPASIÓN – AMOR
— Cuando la atención y la voluntad se hacen conscientes, el ser humano adquiere la posibilidad de trascender sus limitaciones y engramas (clichés psíquicos) que hereda como especie.
— El gran trabajo psicológico que deberíamos abordar a través de un método preciso es el que atañe a nuestras CARENCIAS (trasfondo anímico no resuelto) y CREENCIAS (pautas y clichés mentales impuestos). Estas son las condiciones que crean en el campo vital todo tipo de secuelas enfermizas.
— Cada condición empaña una cualidad a descubrir. Cada sombra un punto de luz. Por consiguiente, la personalidad se ve sometida y envuelta por capas sombrías que podemos desvelar.
— El fundamento del amor no llega de forma natural… se conquista en la medida en que nos educamos en el proceso. Una cosa es querer (inclinación que gobierna el deseo) y otra bien distinta amar (expansión emocional que integra y asume).
Todo es ilusión, en el marco de la existencia. Lo es ciertamente cuando se toma en consideración el punto de partida (la unidad que es al margen del suceso…. sin tiempo) o el punto de llegada (la unidad que alcanza el alma humana mediante su cabal liberación). Educar y educarse implica transformación. Sin cambios sustanciales el individuo se verá siempre sometido a las compulsiones instintivas que heredamos de nuestra condición animal.
La «Nada», el «Todo», son uno cuando se cierra el ciclo de la condición humana, esto es: el llamado ouroboros… la serpiente que se muerde la cola. La cuestión es que la naturaleza no da saltos y algunos estudiosos del camino creen que ya, aquí y ahora, desde sus mismas limitaciones psíquicas y emocionales pueden instalar su alma en la Totalidad.
(Capítulo del tratado «Al otro lado del espejo» de Antonio Carranza. P.V.P.- 15 €)
Comments